
El Partido Comunista de España (PCE) fue un actor central en los acontecimientos que marcaron el Frente Popular y la Guerra Civil Española (1936-1939). Desde una posición inicial de marginalidad política, su ascenso se debió tanto al respaldo de la Internacional Comunista (Komintern) y la Unión Soviética como a la adopción de una estrategia clara: subordinar toda táctica a la necesidad urgente de derrotar al fascismo. Para el PCE, la victoria militar era condición sine qua non de cualquier transformación social. No se trataba de posponer la revolución, sino de impedir su derrota definitiva.
La táctica de los Frentes Populares: unidad frente al fascismo
El Frente Popular, conformado para las elecciones de febrero de 1936, agrupó a fuerzas republicanas, socialistas, comunistas y regionalistas con un objetivo compartido: frenar el avance del bloque reaccionario, liberar a los presos políticos y reactivar las reformas sociales. Aunque el PCE obtuvo solo 17 escaños, su peso político creció gracias a la política de Frentes Populares promovida por la Komintern desde 1935.
Este viraje estratégico implicó dejar atrás la táctica de «clase contra clase» —que negaba alianzas con partidos no proletarios— para abrazar una unidad antifascista más amplia, incluso con sectores burgueses progresistas. En España, esta política permitió al PCE ampliar su base social, ganar legitimidad institucional y proyectarse como garante de la unidad republicana. La revolución pasaba, primero, por impedir la victoria del fascismo.
Centralización y resistencia: la línea política del PCE durante la guerra
Tras el estallido de la guerra, el PCE fue ganando posiciones clave en el gobierno republicano, especialmente a partir de 1937 con la llegada de Juan Negrín a la presidencia del Consejo de Ministros. Negrín, afín a la visión comunista, defendía la centralización del poder y una estrategia de resistencia prolongada: se trataba de ganar tiempo a la espera de una posible intervención internacional contra el fascismo europeo.
Figuras del PCE como Jesús Hernández (Ministro de Instrucción Pública) y Vicente Uribe (Ministro de Agricultura) impulsaron una política de moderación revolucionaria que buscaba preservar la cohesión del bando republicano. Lejos de abandonar la transformación social, el partido apostaba por aplazar sus momentos más rupturistas hasta asegurar la supervivencia del proyecto republicano.
Mientras tanto, líderes como Dolores Ibárruri, «La Pasionaria», jugaron un papel crucial en la propaganda y movilización popular, reforzando la moral de combate y la disciplina antifascista entre las masas.
El PCE frente al «trotskismo» y la CNT-FAI: entre idealismo y realismo político
En este contexto de guerra total, las tensiones con otras fuerzas revolucionarias eran inevitables. El PCE consideraba que el impulso inmediato de la revolución social, como defendía el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), era tácticamente suicida. Desde su perspectiva, cualquier intento de imponer una transformación sin una victoria militar previa solo contribuiría a fracturar el frente antifascista.
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El uso del término “trotskismo”, más que una categoría teórica, funcionó como una herramienta política: identificaba a los sectores que, con sus acciones, ponían en peligro la unidad estratégica. Esto tuvo consecuencias represivas, sin duda, pero también respondía a una lógica de supervivencia frente a un enemigo que no ofrecía tregua.
Con los anarquistas de la CNT-FAI la contradicción fue aún más compleja. Mientras impulsaban colectivizaciones, autogestión y estructuras descentralizadas, el PCE defendía la necesidad de un poder centralizado y disciplinado para construir un Ejército Popular capaz de resistir. El enfrentamiento de mayo de 1937 en Barcelona debe leerse, en este marco, no como una traición a la revolución, sino como una expresión trágica de dos concepciones irreconciliables sobre los tiempos, las formas y las prioridades de la lucha.
El dilema no era solo ideológico, sino táctico: ¿cómo conjugar espontaneidad revolucionaria con eficacia militar? Para el PCE, la dispersión de poder era un lujo imposible en medio de una guerra de aniquilación.
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Comunismo de guerra: la construcción del Ejército Popular
En el plano militar, el PCE desempeñó un papel decisivo en la creación del Ejército Popular de la República, inspirado en la experiencia del comunismo de guerra soviético. Las milicias espontáneas fueron progresivamente integradas en un ejército regular, con mando unificado, disciplina férrea y presencia de comisarios políticos que garantizaban la coherencia ideológica.
Entre las principales medidas impulsadas por el PCE destacan:
- Centralización del esfuerzo militar: requisición y redistribución de recursos al servicio de una economía de guerra.
- Disciplina y jerarquía militar: profesionalización del combate y subordinación de los batallones al mando central.
- Control político interno: comisarios comunistas en todas las unidades para asegurar la fidelidad al gobierno republicano.
El partido también fue clave en la organización de las Brigadas Internacionales, uno de los gestos más significativos de solidaridad antifascista global, y se distinguió en batallas fundamentales como la defensa de Madrid, el Jarama o Teruel.
Este modelo de organización pretendía conjurar el caos inicial de la guerra y dotar al bando republicano de una estructura militar capaz de enfrentarse al ejército franquista, disciplinado y apoyado por Alemania e Italia.
Entre lo deseable y lo posible
La estrategia del PCE durante la Guerra Civil Española fue, ante todo, una apuesta por la realidad. Enfrentado a una coyuntura extrema, el partido priorizó la victoria militar como única vía para salvar la República y, con ella, las posibilidades de una transformación socialista futura.
Esta apuesta tuvo costos: tensiones con otras fuerzas de izquierda, represión de iniciativas revolucionarias prematuras y subordinación táctica a los dictados de la guerra. Pero también expresó una lectura materialista de la correlación de fuerzas: sin Estado, no hay revolución. Sin victoria, no hay futuro.
Lejos de ser un freno a la revolución, la línea del PCE buscaba preservarla en condiciones imposibles. Su derrota no invalida su lógica: plantea, con crudeza, el dilema eterno entre la revolución que se sueña y la que se puede hacer.
A la luz de los acontecimientos, cabe sostener que la estrategia del PCE, centrada en ganar la guerra antes que en desarrollar la revolución social, era no solo realista, sino la única que podía abrir las puertas a una verdadera transformación. De haber triunfado la República con una estructura estatal consolidada bajo hegemonía comunista, la creación de un Estado socialista hubiese sido una posibilidad concreta, y no una ilusión sacrificada por exceso de idealismo.