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Entendiendo el Estado como tarea, no como problema

Para mí, ha llegado el momento de superar una carga ideológica que durante mucho tiempo me impidió comprometerme plenamente con las posibilidades reales del cambio socialista. Esa carga fue la expectativa de que el socialismo solo sería legítimo si, llegado el momento, el Estado se disolvía por sí solo, como cumplimiento final de una promesa fundacional. Hoy, tras años de reflexión y confrontación con los límites concretos de la realidad, veo que esa expectativa tenía mucho más de idealismo milenarista que de análisis materialista.

No se trata de renunciar al horizonte comunista ni de diluir la radicalidad del proyecto, sino todo lo contrario: de asumir con seriedad el «largo largo largo» plazo de la historia, la complejidad de las relaciones sociales, y el papel imprescindible de la organización política como mediación del proceso revolucionario. La disolución del Estado no puede seguir funcionando como un criterio moral de pureza. Hay que entenderla, más bien, como una hipótesis histórica que depende del desmantelamiento progresivo de las condiciones que hacen al Estado necesario como forma de poder. No hay atajos.

La necesidad de una política de «largo largo largo» plazo

Durante mucho tiempo, pensé —aunque no siempre conscientemente— que el socialismo demostraba su verdad en el acto mismo de apagar el Estado. Esa idea, que parece radical, en realidad es profundamente ingenua. Porque la historia no se mide en décadas ni en generaciones: se construye en procesos mucho más extensos, plagados de contradicciones, retrocesos, aprendizajes y transformaciones parciales.

Hoy creo que una verdadera estrategia socialista necesita comprender el tiempo en clave larga, mantener la mirada firme pero la cabeza fría, y organizarse políticamente para ejercer poder de forma duradera. Lo que llamamos “el Estado” no es un simple aparato burocrático: es la forma que adquiere la organización colectiva de una sociedad en una etapa dada. No desaparece por decisión política; cambia su función en función del contenido social que lo atraviesa. Si defendemos que la causa del proletariado es, de hecho, la causa de la Humanidad en su conjunto, no podemos mirarla con los ojos del tiempo de nuestra propia existencia.

La trampa del idealismo revolucionario

Para mí ha sido liberador reconocer que buena parte de las exigencias que yo mismo hacía al socialismo —en nombre de su autenticidad— no eran más que una forma encubierta de idealismo. Una herencia milenarista que esperaba una transformación total, pura, sin mediaciones ni contradicciones. Pero el socialismo no se construye desde la espera, ni desde la decepción, sino desde la praxis, la intervención concreta, la organización con objetivos duraderos.

Es aquí donde las categorías que Marx desarrolló adquieren toda su potencia. No porque nos digan qué hacer paso a paso, sino porque nos invitan a pensar históricamente. El Estado no es un fetiche ni un demonio; es una forma histórica, cuyo contenido depende de las relaciones sociales que lo sostienen. Cuando esas relaciones cambian, también cambia el Estado. Pero eso requiere tiempo, fuerza organizada y claridad estratégica.

El Estado como mediación de lo común, no como enemigo en sí

La idea de que el socialismo debe deshacerse del Estado para ser legítimo termina siendo un obstáculo más que una guía. Hoy veo con claridad que el Estado, cuando se reconfigura desde un contenido social distinto, puede ser una herramienta fundamental: no de opresión, sino de organización racional de la vida común.

Frente a un mundo cada vez más complejo, interdependiente y atravesado por límites ecológicos severos, renunciar al Estado es una forma de renunciar a la posibilidad de transformación real. La planificación, la coordinación, la justicia distributiva, la gestión de lo común a gran escala… nada de eso puede realizarse sin estructuras organizativas sólidas y duraderas.

Asumir la escasez material como parte del problema político

Cuando Marx escribió sobre la disolución del Estado como horizonte, el conocimiento sobre los límites materiales del planeta era radicalmente distinto. Hoy sabemos que los recursos de la Tierra no son infinitos, que el metabolismo social debe ser reconfigurado, que hay una escasez real que exige una racionalidad distinta. Esa nueva condición histórica refuerza la necesidad de estructuras de planificación colectiva —es decir, de un Estado— capaz de organizar los límites de forma consciente.

Esto cambia radicalmente la ecuación. No estamos ya frente a un conflicto entre libertad individual y poder estatal, sino ante el desafío de construir formas de organización que permitan a la humanidad actuar como especie consciente de sus límites. El comunismo no es la eliminación de la organización: es su forma más alta, transparente y racional.

Comprometerse con lo posible, sin renunciar a lo necesario

Superar esta visión idealista del Estado ha sido, para mí, un paso indispensable para poder pensar con libertad y sin miedo cada vez que hablo de poder, de dirección o de planificación. Ya no busco un horizonte puro: busco una estrategia materialista. Y en ella, el Estado tiene un papel necesario, sistemático y duradero.

Eso no implica conformismo ni renuncia, sino una apuesta más profunda por la transformación real. No se trata de gestionar mejor lo existente, sino de construir instituciones que expresen un contenido social nuevo. El comunismo, lejos de ser la ausencia de poder, será la organización consciente y democrática de la vida, del trabajo, de la reproducción, del planeta.

Liberarme del conflicto ideológico asociado a la no disolución del Estado no ha sido una derrota, sino una maduración política. Me ha permitido comprender que el verdadero desafío no es demostrar que “somos distintos” al capitalismo eliminando el poder, sino mostrar que es posible ejercerlo de otra forma, desde otro contenido social, con otros fines.

No se trata de esperar un momento ideal. Se trata de construir lo posible, en el tiempo largo, con herramientas fuertes, sin miedo a organizar. La revolución será duradera o no será.

Proletkult.

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