Publicado en

Sobre el Antifascismo: un pilar ético para la vida en sociedad

En un mundo donde la palabra “democracia” se emplea con frecuencia para describir sistemas políticos que aspiran a representar la voluntad del pueblo, surge una pregunta fundamental: ¿cómo es posible que el antifascismo, la defensa más básica contra el autoritarismo, sea vigilado, estigmatizado y, en ocasiones, criminalizado?

El antifascismo no es una ideología radical ni una postura marginal; es, en esencia, una afirmación de los valores fundamentales de la dignidad humana, la libertad y la igualdad. Es un rechazo activo al odio, a la discriminación y a cualquier forma de autoritarismo que busque dividir y someter. A pesar de esto, en muchas sociedades que se definen como democráticas, los movimientos antifascistas son objeto de una vigilancia desproporcionada y, peor aún, se señala explícitamente el concepto de “antifascista” en las comisarías como si se tratara de un peligro a erradicar.

La contradicción de las democracias contemporáneas

Esta situación pone en evidencia una contradicción profunda dentro de los sistemas democráticos liberales: mientras que en teoría se fundamentan en la protección de derechos y libertades, en la práctica tienden a priorizar la estabilidad del orden establecido, incluso a costa de reprimir aquellos movimientos que buscan combatir las desigualdades y opresiones estructurales.

En este contexto, el antifascismo se convierte en un blanco fácil. Las razones son múltiples:

  1. Neutralización del disenso: En su búsqueda por mantener la estabilidad, muchos sistemas democráticos ven al antifascismo como una amenaza porque este cuestiona directamente las bases que sostienen las relaciones de poder existentes. En lugar de reconocer su importancia ética, los Estados lo perciben como una fuerza desestabilizadora que debe ser controlada.
  2. Falsa equidistancia: La retórica oficial de muchas democracias opta por una peligrosa equidistancia, equiparando a los movimientos antifascistas con los mismos grupos y regímenes que combaten. Esta narrativa, que presenta a ambos como extremos radicales, diluye la responsabilidad del sistema de proteger valores democráticos y normaliza discursos autoritarios bajo la excusa de la neutralidad.
  3. Vigilancia ideológica: El señalamiento explícito del antifascismo en instituciones como las comisarías responde a una estrategia más amplia de control ideológico. Históricamente, las fuerzas de seguridad han sido instrumentos al servicio del poder político y económico, y el antifascismo, al desafiar estos intereses, se convierte en un objetivo prioritario de vigilancia.
  4. Estigmatización cultural: La criminalización del antifascismo no ocurre en un vacío. Está respaldada por una maquinaria mediática y cultural que lo asocia con violencia y radicalismo. Esto desvincula al movimiento de su base ética y lo transforma, a ojos de la opinión pública, en un enemigo interno que debe ser combatido.

Antifascismo: un pilar, no un peligro

Lejos de ser una amenaza, el antifascismo debería ser un pilar fundamental de cualquier sociedad que aspire a llamarse democrática. Reconocer el antifascismo como un valor esencial no solo significa rechazar el autoritarismo, sino también construir activamente una sociedad basada en la solidaridad, la justicia y la defensa de los derechos humanos.

Sin embargo, esto requiere un cambio de paradigma. Implica abandonar la falsa neutralidad que pone en el mismo plano a quienes combaten la opresión y a quienes la perpetúan. Implica también cuestionar las estructuras de poder que priorizan el orden y los privilegios sobre la justicia y la igualdad.

El antifascismo no es solo una postura política; es un compromiso ético que nos interpela como sociedad. En un contexto de creciente desigualdad, polarización y discursos de odio, defender el antifascismo es más urgente que nunca. Es reconocer que la verdadera democracia no se mide por su capacidad de mantener el orden, sino por su capacidad de garantizar la dignidad y la libertad para todas las personas.

Conclusión

La vigilancia y criminalización del antifascismo en sistemas que se proclaman democráticos no es un error, sino un síntoma de las tensiones internas de estos modelos. Frente a ello, es fundamental reivindicar el antifascismo como un acto de defensa colectiva, una herramienta para construir un futuro libre de opresión.

El antifascismo no debe ser un concepto bajo sospecha, sino un valor que todas las sociedades democráticas abracen como esencial para garantizar una convivencia justa, libre e igualitaria. Porque defender el antifascismo es, en última instancia, defender nuestra humanidad.

Proletkult.

Suscríbete a nuestra Newsletter mensual.