1. De metáfora moral a dogma estructural
Durante siglos, la imagen de la “mano invisible” ha funcionado como uno de los pilares del pensamiento económico liberal. En la lectura más común, el mercado aparece como un mecanismo natural, casi mágico, capaz de coordinar millones de decisiones individuales sin planificación central, llevando —aparentemente— al mejor resultado colectivo posible. Se dice que, cuando cada persona busca su interés propio, el conjunto de sus acciones produce armonía social.
Sin embargo, esta imagen, que en Adam Smith tenía un carácter anecdótico, casi retórico, fue convertida en un principio universal por la economía neoclásica. En realidad, Smith no formuló la mano invisible como ley; fue una figura de pensamiento, no un principio normativo. Su uso era puntual, vinculado a contextos específicos. El salto desde un resultado posible a una regla estructural representa el paso de la filosofía a la ideología. La mano invisible dejó de ser una observación prudente sobre ciertos equilibrios espontáneos y se convirtió en una coartada epistemológica para legitimar el orden económico existente.
En la práctica, lo que el mercado coordina no son “fines” individuales en abstracto, sino posiciones de fuerza relativa. Donde hay hambre y necesidad, no hay libertad real de elección. Si yo tengo pan y tú tienes hambre, el mercado no registra esa relación como una injusticia, sino como un simple intercambio de oferta y demanda. Así, lo que se presenta como un acto voluntario se revela como una dependencia naturalizada, donde la libertad solo existe para quien ya tiene el poder de ejercerla.

2. La coordinación como administración de desigualdad
La noción de mercado como esfera neutral, donde individuos iguales negocian en condiciones simétricas, es una ficción sofisticada. El mercado no es un terreno plano; es un campo de restricciones desiguales, determinado por el acceso diferencial a recursos, tiempo, salud, voz y educación. Solo quien dispone de estos elementos puede participar como “individuo soberano”. Los demás apenas sobreviven dentro de los márgenes del sistema, o son directamente expulsados de él.
Lo que se llama “coordinación” es, en realidad, una forma funcional de gestionar y perpetuar la desigualdad. A través del sistema de precios no se expresa la voluntad de los individuos, sino su capacidad económica para hacer valer esa voluntad. El mercado es, en esencia, un algoritmo que prioriza no según la dignidad o la necesidad, sino según el poder adquisitivo. Por tanto, no se puede hablar de neutralidad ni de eficiencia moral: lo que hay es una estructura que organiza el acceso al mundo según el dinero que se posea.
En este marco, no se produce comunidad, sino gestión de fragmentos. El mercado no construye vínculos: distribuye capacidades desiguales para actuar en el mundo. La idea de que todos aportan sus preferencias en igualdad de condiciones al sistema es una ilusión higiénica que encubre la crudeza de un orden que decide quién tiene voz y quién solo tiene precio.
3. La violencia ontológica del mercado
El mercado parte de una idea de individuo que ya viene completamente formado: racional, autónomo, maximizador de intereses. Esta concepción abstracta permite una modelización matemática, pero no corresponde a la experiencia humana real. Las personas no son agentes perfectamente calculadores, sino cuerpos atravesados por historias, emociones, memorias, traumas, carencias, lenguas y silencios.
El intercambio económico, cuando se presenta como libre y neutral, niega la fragilidad de la vida humana. Traduce toda subjetividad a unidades de valor, recortando lo humano a lo que puede ser intercambiado. Aquello que no entra en esa lógica —el cuidado, el amor, el dolor, la resistencia, la comunidad— queda fuera del campo de visibilidad social.
La injusticia del mercado no es solo material: es ontológica. Define qué vidas son valiosas y cuáles no. Qué deseos cuentan y cuáles sobran. Qué historias se narran y cuáles se silencian. En este sentido, el mercado es una forma de violencia estructural que actúa no mediante la represión directa, sino mediante la exclusión simbólica y funcional.
4. El falso individualismo: entre integración y expulsión
El liberalismo económico afirma proteger al individuo, pero lo hace solo en la medida en que este se comporte como comprador, productor o propietario. Toda forma de subjetividad que no se traduzca en utilidad o rentabilidad es descartada. El deseo no cuantificable, la palabra que no vende, la identidad que no produce: nada de esto tiene lugar dentro de la economía de mercado.
Lejos de fomentar la autonomía personal, el mercado exige adaptación, ajustarse a sus lógicas de eficiencia, competencia y productividad. Quien no encaja, es marginalizado. Quien no rinde, es descartado. Así, el mercado no emancipa: integra o expulsa.
Esto desmonta la ilusión del individualismo liberal. El sujeto que el mercado reconoce no es el individuo libre, sino el individuo útil al sistema. No hay reconocimiento pleno de la subjetividad, solo validación de funciones. En consecuencia, no hay verdadera libertad, sino solo grados de utilidad medidos en valor de cambio.
5. Un nuevo punto de partida: desmontar, no reformar
No se trata simplemente de reformar el mercado o hacerlo más “inclusivo”. Se trata de reconocer su arquitectura como forma de poder, no como espacio neutral. Desde esta comprensión, podemos establecer un nuevo punto de partida compartido. Un lugar donde dejemos de repetir preguntas antiguas y comencemos a formular otras nuevas.
Debemos partir de algunas certezas críticas:
- El mercado no es neutral, es una relación de poder codificada.
- La mano invisible no es un fenómeno espontáneo, sino una construcción ideológica.
- La idea de coordinación disimula un mecanismo de selección desigual.
- El individuo reconocido por el mercado es una forma mutilada de la persona real.
- Ni la justicia, ni la dignidad, ni la vida plena caben dentro de una estructura que solo reconoce el valor económico.
Esta claridad es política, pero también es ética. No necesitamos debatir si el mercado es justo. Sabemos que no lo es. Sabemos que no lo será. Y desde ahí, podemos avanzar.