No basta con votar cada cierto tiempo. No basta con elegir entre opciones prefabricadas. No basta con delegar el poder a representantes que, una vez elegidos, quedan desligados de la voluntad y el control del pueblo. Una democracia de verdad no es la que permite elegir entre futuros diseñados por otros, sino la que nos implica directamente en la construcción colectiva de nuestro propio porvenir.
La llamada «democracia de partidos» nunca ha sido una democracia real. Ha funcionado, históricamente, como una forma de administrar el consentimiento dentro de límites estrechos, donde las opciones políticas están configuradas por los intereses del capital y del Estado burgués. Elegir entre partidos no equivale a ejercer soberanía. Por eso, el paso necesario es abandonar esta ilusión representativa y avanzar hacia una democracia basada en la participación concreta: una democracia activa, material, formadora, donde el pueblo sea autor —y no espectador— del destino común.

No debemos conformarnos con disputar el aparato estatal existente. Debemos reinventar radicalmente el ejercicio del poder, poniéndolo en manos del pueblo organizado. Esto exige un tránsito profundo: pasar de una «democracia de lo posible» —que limita la acción a los márgenes de lo permitido por el capital— a una «democracia de lo imposible», entendida como la capacidad real del pueblo para construir lo que aún no existe.
Este tipo de democracia no es una utopía inalcanzable, sino una necesidad histórica. Requiere instituciones nuevas que no solo permitan la participación, sino también la implicación activa, crítica y sostenida de amplias capas sociales. Una democracia pedagógica, en la que cada sujeto se transforme a través de la tarea colectiva de transformar el mundo.
Necesitamos construir un Estado que no sustituya la acción del pueblo, sino que funcione como mediador y organizador: capaz de articular la inteligencia colectiva, garantizar el acceso universal al conocimiento, y generar condiciones para una participación real y masiva en todas las esferas de la vida. La planificación democrática no debe ser la imposición de un plan cerrado, sino el ejercicio colectivo de diseñar, corregir y transformar lo común.
El principio rector de esta nueva democracia debe ser la capacidad de aportar al bien común, de actuar desde la competencia técnica y la ética del servicio colectivo.
Una democracia de verdad no se logra sólo con una organización política fuerte, pero tampoco puede prescindir de ella. Necesitamos una forma organizativa que no sea cúpula sino tejido; no aparato, sino catalizador. Una organización capaz de desplegar la fuerza creadora de las masas; que eduque y coordine sin dominar.
El objetivo no es solo tomar el poder, sino transformar la vida. Y eso sólo se logra cuando la vida misma se vuelve poder: cuando la ciencia, el arte, la técnica, la producción y la reproducción social se orientan al servicio de un proyecto común emancipador. Una democracia de verdad es aquella en la que cada persona, desde su lugar, participa como sujeto activo de un destino compartido.
No se trata de negar la democracia, sino de realizarla por primera vez. No como ideal, sino como práctica viva.
Por eso, nuestro camino debe ser crear nuevas formas de organización, deliberación y decisión. Que el futuro no sea una herencia, sino una construcción colectiva.
Una democracia de verdad no se elige: se construye.