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El trabajo crea riqueza. La inversión permite privatizarla

Una de las ideas más difundidas por la ideología capitalista es el mito de que el empresario es el verdadero creador de riqueza. Este relato, repetido hasta el cansancio en discursos económicos y mediáticos, presenta al capital como el motor de la economía y al empresario como su figura central, glorificada por su capacidad de «generar empleo» y «crear valor». Sin embargo, esta narrativa oculta una verdad fundamental: la riqueza no surge de la inversión económica ni del capital en sí mismo, sino del trabajo humano.

Para ilustrar esto, imaginemos un escenario: un empresario invierte en máquinas, alquila un local, adquiere materias primas y simplemente deja su dinero ahí, esperando que este produzca resultados por sí mismo. ¿Qué ocurriría? Absolutamente nada. Ni las máquinas funcionarían solas, ni el dinero se multiplicaría espontáneamente, ni los bienes o servicios aparecerían mágicamente. Lo que este ejemplo deja en claro es que el capital, por sí solo, es completamente inerte.

La clave está en el trabajo humano. Son las personas trabajadoras quienes ponen en movimiento las máquinas, transforman las materias primas y producen los bienes y servicios que constituyen la base de la economía. Este proceso no solo genera productos materiales, sino también valor. Es decir, la riqueza no es producto de la inversión en medios de producción, sino del trabajo que transforma esos medios en algo útil y valioso.

La apropiación de la riqueza: el rol de la inversión

Entonces, si el trabajo es el que genera la riqueza, ¿qué papel juega la inversión? Aquí entra en juego una de las dinámicas más perversas del capitalismo: la privatización del valor producido colectivamente. Cuando un empresario invierte en un negocio, no «crea riqueza», sino que se apropia del excedente producido por los trabajadores. Este excedente, conocido como plusvalía en términos marxistas, es el valor adicional generado por el trabajo humano que no se remunera al trabajador, sino que se queda en manos del empresario como ganancia.

La inversión, por tanto, no genera riqueza, la concentra. Permite a quien posee el capital organizar los procesos productivos de manera que maximicen sus beneficios, consolidando un sistema en el que la riqueza creada colectivamente se transforma en propiedad privada. De esta forma, el empresario no «crea» riqueza, sino que la organiza para apropiársela.

El fetiche del capital: ocultando el papel del trabajo

En el capitalismo, existe una tendencia a fetichizar el capital, es decir, a atribuirle cualidades que no posee de forma autónoma. Se presenta al dinero, las máquinas y los recursos como si fueran los responsables de generar riqueza, ocultando el hecho de que son las personas trabajadoras quienes realmente la producen. Este fetiche del capital no es casual: es una estrategia ideológica que busca legitimar la acumulación privada de riqueza y desviar la atención del papel central del trabajo.

La narrativa del empresario como creador de riqueza cumple una función clave en esta lógica. Al glorificar su figura, se justifica la desigualdad estructural del sistema económico, presentándola como el resultado de la «capacidad» o el «esfuerzo» individual, cuando en realidad se basa en la explotación del trabajo ajeno.

La riqueza colectiva y el cuestionamiento de la propiedad privada

La contradicción es evidente: la riqueza es producto del trabajo colectivo, pero su apropiación es privada. Esto plantea una pregunta fundamental: ¿por qué un sistema que depende del esfuerzo de muchos permite que los beneficios sean capturados por unos pocos?

La respuesta radica en la estructura misma del capitalismo, que se basa en la propiedad privada de los medios de producción. Esta propiedad no solo permite a los empresarios controlar el proceso productivo, sino también capturar la riqueza que genera, perpetuando la desigualdad.

Romper con este paradigma requiere replantear el papel de la inversión y la propiedad en la economía. Si la riqueza es creada colectivamente, su distribución también debería serlo. Esto implica desmantelar la sacrosantidad de la propiedad privada y avanzar hacia un modelo económico donde los frutos del trabajo sean compartidos equitativamente, en lugar de ser monopolizados por una minoría.

Conclusión

La idea de que la inversión crea riqueza no es más que un mito diseñado para justificar la acumulación de capital. En realidad, es el trabajo humano el que produce valor, mientras que la inversión simplemente organiza y privatiza esa riqueza. Reconocer esta realidad es esencial para cuestionar las bases del sistema económico actual y avanzar hacia una sociedad más justa, en la que la riqueza creada colectivamente no sea apropiada por unos pocos, sino gestionada y disfrutada por todos.

Proletkult.

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