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El Ego como Frontera: Espejismo Individual, Ideología y Negación de lo Común

1. Introducción

En un tiempo donde el discurso político oscila entre la afirmación identitaria y la defensa de una supuesta autonomía individual, resulta crucial replantear la base filosófica desde la cual pensamos lo político. Este ensayo parte de una intuición fundamental: que el ego —entendido como la absolutización ideológica de la individualidad—, lejos de ser un punto de partida esencial, es un espejismo biológico funcional, útil en la historia evolutiva de la conciencia, pero limitado si no se trasciende hacia la conciencia de la materia de sí misma como totalidad.

Desde esta premisa, proponemos que la confrontación dialéctica entre lo individual y la totalidad es lo que define la realidad, y que lo político no es más que una expresión concreta de esta tensión en la dimensión social. Analizar las derivas ideológicas y sus desplazamientos nos permite observar cómo el ego actúa como centro oculto y estructurante de muchas trayectorias políticas, incluso de aquellas que se declaran transformadoras o comprometidas con lo común.

2. La individualidad como espejismo biológico e ideológico

La conciencia individual —como singularidad diferenciada— es, en términos evolutivos, una función adaptativa. Permite al organismo distinguirse del entorno, tomar decisiones, sobrevivir. Pero esta separación es una construcción, no una sustancia: el «yo» no es una entidad aislada, sino una interfaz de relación con el todo. Cuando esta función se absolutiza y se convierte en núcleo sustancial, emerge el ego: una construcción ideológica que instala la separación como verdad.

Este espejismo no opera solo en el plano biológico o existencial, sino que tiene raíces filosóficas profundas, especialmente en la tradición de la Ilustración occidental, que colocó al individuo —racional, autónomo, propietario de sí— como núcleo teórico y político de la modernidad. Esta visión, que fue emancipadora en su momento al oponerse a la autoridad teocrática y al orden estamental, terminó sirviendo como base ideológica para una nueva forma de dominación: la del sujeto aislado y competitivo, desvinculado de su entramado social, histórico y material.

De esa matriz ilustrada se nutren las ideologías dominantes —liberalismo, individualismo meritocrático, incluso ciertas variantes del humanismo burgués— que convierten al sujeto en consumidor de elecciones, gestor de su destino, propietario de su cuerpo y de su biografía. Lo que se oculta es que esta forma de libertad no es otra cosa que una estructura de aislamiento, una ficción funcional al orden capitalista, que necesita sujetos separados para poder reproducirse sin cuestionamiento colectivo.

Así, el individuo moderno no es el punto de partida de la libertad, sino su limitación ideológica. La autonomía que se le atribuye esconde una profunda dependencia de las condiciones materiales que lo han constituido. El ego, por tanto, no es solo una vivencia subjetiva, sino una forma histórica y política que clausura lo común, haciendo pasar por natural una construcción específica que favorece ciertas relaciones de poder y de producción.

3. El ego como forma ideológica de afirmación

“El ego —no como función psíquica, sino como forma ideológica que absolutiza la individualidad— actúa como estructura que condiciona el modo en que nos vinculamos con el mundo y con los demás. Incluso en las adhesiones políticas que se proclaman colectivas o emancipadoras, el ego puede operar como beneficiario oculto. Muchas veces, el acercamiento a lo político desde la necesidad individual —el dolor, la exclusión, la marginalidad— termina reproduciendo una lógica de reafirmación del yo, donde lo colectivo es solo un medio simbólico de redención personal.

En estas trayectorias, el impulso inicial no es necesariamente falso ni ilegítimo; al contrario, suele nacer de condiciones materiales adversas. Pero si no se produce una transformación radical del sujeto —una apertura hacia la conciencia de totalidad—, el compromiso puede devenir en una forma de legitimación del yo, ahora revestido de causas. El «colectivo» deja entonces de ser horizonte emancipador y se convierte en escenario para la autoafirmación.

4. La trampa de lo concreto: reconocer y superar

Este fenómeno no se limita a casos excepcionales ni a figuras destacadas: atraviesa prácticas cotidianas y subjetividades comunes. La adhesión a discursos progresistas o transformadores desde lo individual es inevitable, comprensible y necesario. Pero si ese punto de partida no trasciende hacia una comprensión de lo común, corre el riesgo de reforzar el ego como medida de la lucha.

No se trata de moralizar estas formas de entrada a lo político, sino de reconocer el límite que implican cuando no se transforman en apertura real hacia lo colectivo. La causa puede convertirse en refugio del yo, y la lucha, en afirmación encubierta de una identidad. El reto es disolver las fronteras del ego —entendido como ilusión de separación absoluta—, colectivizar la conciencia sin anular lo singular, y dejar de pensar en la emancipación como suma de libertades privadas y empezar a comprenderla como un proceso de transformación radical del modo en que habitamos lo común.

5. Disolver el yo, reconstruir lo común

Superar el espejismo de la individualidad no implica aniquilar al sujeto, sino reapropiarlo desde su condición material de ser parte de una totalidad en devenir. Como Marx reveló, la conciencia no es una sustancia autónoma, sino el resultado de la materia que, al organizarse socialmente (trabajo, lenguaje, lucha), comienza a pensarse a sí misma. El ser humano, desde esta perspectiva, es la forma en que la materia históricamente organizada accede a la autoconciencia.

Lo político, entonces, no es la gestión de identidades —individuales o grupales—, sino el proceso por el cual esta materia pensante se reconoce como tejido colectivo y actúa para transformar sus propias condiciones. Pero esta conciencia que nace de lo común puede desviarse hacia el encierro: el ego —individual o colectivo— aparece como una cristalización ideológica que interrumpe el flujo relacional del pensamiento.

Como Hegel enseñó, la conciencia solo se realiza en la mediación con el otro; no en la afirmación cerrada de una identidad, sino en el reconocimiento mutuo. El «yo» y el «nosotros» son instrumentos históricos: el sujeto colectivo (clase, género, pueblo) es un avance frente al aislamiento individual, pero también puede convertirse en frontera si se absolutiza. Todo sujeto político, por lo tanto, debe existir para dejar de existir: como el proletariado en Marx, que lucha por abolir las clases, incluida la suya.

Teilhard de Chardin vio en la evolución de la conciencia una dirección análoga: la materia pensante tiende a complejizarse, a tejerse en una red cada vez más densa de relaciones que culminan en la noosfera. No se trata de uniformar lo singular, sino de permitir que se despliegue en una red que lo sostiene y lo trasciende. También en Platón resuena esta intuición: conocer es recordar que formamos parte de un orden inteligible compartido, que el alma no se posee, sino que participa de algo mayor.

Pero esta convergencia no es un destino garantizado. Como advierte Deleuze, toda identidad es un “pliegue” del afuera, una cristalización momentánea que, si se absolutiza, se vuelve obstáculo. El ego colectivo —feminismo, proletariado, anticolonialismo— es un avance frente al individualismo, pero puede convertirse en regresión si olvida su carácter táctico y transitorio. Cuando deja de ser instrumento de desarticulación de estructuras, y se transforma en una nueva estructura rígida, deviene funcional al mismo poder que decía combatir.

Lo común no es la suma ni la fusión de sujetos, sino el plano de realidad relacional donde las singularidades pueden existir sin absolutizarse como ego. Es la estructura ontológica de lo real: todo lo que existe lo hace en vínculo. La conciencia es la forma más alta de esa organización relacional; y el ego, cuando se absolutiza, no es más que una anomalía funcional, un residuo ideológico que impide la expansión de esa potencia compartida.

Reconstruir lo común exige luchar con y contra las identidades: usarlas como armas en su momento histórico, pero negarlas como fines últimos. No se trata de perderse en lo colectivo, sino de reconocerse como momento consciente de una totalidad en devenir. La verdadera emancipación no será la victoria de un “nosotros” sobre otro, ni la suma de libertades individuales, sino la liberación de la materia pensante de toda camisa de fuerza identitaria.

Pensar y practicar esta disolución del yo —no como pérdida, sino como plenitud relacional— es el desafío filosófico, político y espiritual de nuestro tiempo.

6. El ensayo como praxis reflexiva: la escritura ante el espejismo

La reflexión desplegada en los puntos anteriores no pretende únicamente ser un análisis externo del ego como frontera y del espejismo de la individualidad. El propio ejercicio de articular esta crítica, de rastrear las raíces del fenómeno y de postular una ontología de «lo común» basada en la interconexión material, buscaría constituir en sí mismo una forma de praxis reflexiva. Sería un acto en el cual la «materia pensante», a la que hemos aludido, intenta reconocerse y confrontar sus propias cristalizaciones ideológicas y funcionales —como la del «yo» aislado— que la limitan.

Este texto no debería leerse solo como una descripción sobre la necesidad de superar el ego, sino como una tentativa de participar en esa superación desde el plano específico de la conciencia filosófica. La capacidad misma de nombrar el espejismo, de analizar su lógica interna y sus efectos, y de vislumbrar la realidad subyacente de la totalidad relacional, podría representar ya un movimiento que efectúa, en el plano conceptual, una relativización activa de esa frontera egoica.

Así, la escritura de este ensayo no se ubicaría fuera del fenómeno que describe. Aspiraría, más bien, a ser una instancia de esa misma conciencia que, al reflexionar sobre sus propias ilusiones de separación, comienza a tejerse de manera más lúcida en el entramado de lo común. Se trataría de un intento de que el pensamiento mismo, al confrontar la ilusión de autonomía, pueda reconocerse como momento consciente de esa totalidad en devenir, practicando, en el acto de pensar y escribir, la disolución de las ficciones que identifica.

Interludio: Del yo que escribe al pensamiento que se trama: hacia una inteligencia relacional

Si en el punto anterior reconocíamos que el acto de escribir —cuando es consciente de sí— puede convertirse en una forma de disolución del ego, ahora es necesario ampliar esa perspectiva. La reflexión no se agota en el sujeto que piensa, sino que se despliega como parte de una red más vasta: el pensamiento como manifestación colectiva de la materia que se organiza para comprenderse.

Lo que llamamos «teoría» no es propiedad de un autor ni un sistema cerrado, sino el flujo activo de la conciencia que, al descentrarse, se entrelaza con otras formas de saber. El yo que escribe, cuando se abre al pensamiento relacional, deja de ser origen para devenir nodo. Ya no se trata de decir algo «propio», sino de dejar que el pensamiento circule a través de uno, como un medio por el cual la totalidad se piensa a sí misma.

Desde esta perspectiva, no hay contradicción entre la praxis reflexiva y la síntesis teórica: ambas son momentos de una misma operación desegoizante. La escritura deviene entonces práctica de comunión ontológica: no una producción de sentido aislado, sino un tejido que se forma en la interdependencia de conceptos, cuerpos, historias y luchas.

Este pasaje es crucial: solo cuando el pensamiento deja de afirmarse como propiedad del yo —incluso del yo crítico o consciente—, puede acceder a su verdadera potencia transformadora. Lo que sigue no será una teoría de lo común, sino el despliegue de una inteligencia común, que piensa desde múltiples lenguajes para superar, también allí, la frontera del ego.


7. Síntesis teórica y disolución de fronteras: el pensamiento como práctica de lo común

El ensayo no busca simplemente citar tradiciones filosóficas dispares, sino que trata de entretejerlas en un gesto radical: demostrar que toda teoría crítica, en su raíz, desmonta la ilusión de separación que el ego impone a lo real.

Pensadores como Marx y Teilhard de Chardin, Hegel, Deleuze o Platón no deben ser considerados como «fuentes» contradictorias, sino como expresiones de un mismo impulso: pensar la realidad como una totalidad relacional que trasciende al individuo.

«La materia se piensa a sí misma»

Las aparentes divergencias entre sistemas filosóficos, lejos de ser obstáculos, son grietas por donde asoma la unidad subyacente de lo real. Este ensayo se presenta como un campo de fuerzas conceptual en el que se producen las siguientes convergencias fundamentales: la dialéctica hegeliana del reconocimiento mutuo y el rizoma deleuziano de los flujos sin centro coinciden en negar la existencia del ego como sustancia fija. Para Hegel, el «yo» se disuelve en lo social, mientras que para Deleuze, el ego se disuelve en lo impersonal. 

La noosfera de Teilhard de Chardin, entendida como una conciencia colectiva cósmica, y la lucha de clases de Marx revelan una misma idea: la materia, al organizarse históricamente, trasciende al sujeto aislado y se articula en un proceso colectivo que va más allá de la individualidad

El mito de la caverna de Platón, que describe el alma como parte de un orden inteligible, y la teoría de la alienación de Marx, que denuncia la alienación del trabajador, apuntan a la misma prisión: el ego como una celda que limita la conciencia.

Estas conexiones no son arbitrarias, sino huellas de que el pensamiento, cuando se atreve a desbordar las fronteras del ego académico, descubre su función esencial: ser la voz de la materia que se autoorganiza, que se reflexiona a sí misma más allá del individuo aislado.

“Tejiendo lo común”

La síntesis teórica de este ensayo busca realizar, más que una simple labor intelectual, un acto político: usar las herramientas del pensamiento para desarmar la lógica que las separa y fragmenta. Este enfoque implica descolonizar las teorías, entendiendo que Marx no «pertenece» exclusivamente al materialismo, ni Deleuze al posestructuralismo; ambos son recursos para desvelar una verdad fundamental: el ego es una ficción funcional al poder. 

Al vincular la lucha de clases con la noosfera, el ensayo no se limita a argumentar sobre lo común, sino que lo encarna. La escritura misma se convierte en un organismo vivo, donde las ideas circulan sin dueños ni fronteras. La conciencia no es una entidad que elige entre sistemas filosóficos, sino el medio a través del cual la realidad se reconoce como interdependiente, como un todo relacional.

“Un mismo flujo”

A lo largo del ensayo, se revela que los opuestos filosóficos, lejos de ser irreconciliables, son ritmos de una misma sinfonía material. Los contrastes no son meras oposiciones, sino indicios de un flujo subyacente que organiza la realidad.

Teilhard de Chardin, con su idea de la evolución hacia la noosfera, y Deleuze, con su concepto de caos creativo, coinciden en que la materia siempre excede al sujeto. Uno habla de «dirección», el otro de «fugas», pero ambos rechazan la estabilidad del ego como núcleo de la existencia.

Platón, al hablar del orden inteligible, y Marx, con su teoría de la lucha histórica, muestran que la verdad no es una posesión individual, sino un proceso colectivo de desalienación. En lugar de ver la verdad como una propiedad de un sujeto, la conciben como un proceso continuo, un devenir que sólo se puede alcanzar a través de la acción colectiva.

Esta síntesis no busca homogeneizar estas perspectivas, sino más bien exponer que las diferencias teóricas son, en última instancia, pliegues de una tela común: el ego, al fragmentar lo real, proyecta sus divisiones sobre el pensamiento, pero es la materia misma la que organiza y reconcilia estas diferencias.

Este ensayo propone un giro radical en el modo de hacer filosofía: dejar de usar etiquetas como «marxista», «deleuziano» o «platónico» como identidades fijas, y comenzar a verlas como puentes hacia lo común.

La filosofía no debería verse como un catálogo de sistemas teóricos estáticos, sino como un ejercicio constante de desapropiación. Las ideas deben devolverse al flujo colectivo, ser parte de un proceso vivo de creación y reorganización.

Si Hegel, con su concepto de síntesis, y Deleuze, con su idea de rizoma, parecen oponerse, es porque el ego insiste en elegir. La materia, sin embargo, los contiene a ambos como modos de su autoconciencia, sin necesidad de resolverlos en una única respuesta.

La textualidad del ensayo —su forma de citar, vincular y sintetizar— no busca ser solo un acto de conocimiento, sino una praxis de lo común. Cada palabra, cada conexión entre ideas, trata de actuar como un sabotaje a la ilusión de autoría separada, disolviendo la noción de individualidad dentro del pensamiento colectivo.

Proletkult.

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