Despierto con la luz suave del amanecer filtrándose por la ventana. No hay despertadores abruptos ni prisas desesperadas; hoy, como cada día, me espera un espacio de trabajo que elegí libremente según mis intereses y capacidades. Aún en la cama, reviso el tablón comunitario desde la pantalla integrada en la pared: debates abiertos, proyectos colaborativos y propuestas culturales. Me detengo en una invitación para un coloquio sobre historia del arte y nuevas tecnologías. Lo marco para más tarde.

Salgo al pasillo y me cruzo con Elia, una joven ingeniera apasionada por la agricultura vertical. Me cuenta entusiasmada sobre un nuevo método para reciclar nutrientes en los huertos urbanos. En la cocina común, comparto desayuno con otros vecinos. Algunos niños ya están aquí, mezclados con adultos, aprendiendo de manera natural y espontánea, preguntando con la curiosidad intacta. La educación no está estructurada en grados ni estándares rígidos, sino en el interés genuino y el descubrimiento compartido.
Hoy me toca colaborar en el centro de creación audiovisual. Preparamos una serie documental sobre la historia de la música popular antes del colapso del capitalismo. Algunos veteranos nos cuentan cómo vivieron aquellas décadas convulsas: precariedad, competitividad feroz, fronteras insalvables. A veces me cuesta creer que todo eso fue real, pero sus relatos y los registros son claros. La memoria histórica es un pilar de nuestra época; no podemos olvidar cómo llegamos aquí.
A mediodía, tras compartir el almuerzo —los huertos comunitarios y las cooperativas agrícolas producen alimentos de calidad para todos—, me acerco a la asamblea. Hoy discutimos el uso de ciertos recursos energéticos y nuevas estrategias para mejorar la eficiencia productiva de la comuna. La toma de decisiones es lenta, a veces caótica, y todo sucede más lento que en tiempos del capitalismo, pero nadie lo vive como una carga. Participamos porque sabemos que estas decisiones nos afectan a todos y todas. Ya no existe un poder central separado de la vida cotidiana; somos nosotros quienes construimos nuestras condiciones de existencia.
Por la tarde, después de un paseo con mis compañeros por el parque comunitario, asisto al coloquio que marqué por la mañana. Hablamos de arte y tecnología, pero también de cómo evitar la fetichización del conocimiento y la cultura. No hay mercancías; lo que producimos se comparte y se disfruta colectivamente. La creatividad es expresión de libertad, no medio de subsistencia.

Al anochecer, me uno a un ensayo de teatro experimental. No soy especialmente bueno actuando, pero disfruto compartiendo con los demás, explorando nuevas formas de expresión. Nadie es juzgado por su habilidad; el arte es creación conjunta y exploración mutua. Cuando salgo del ensayo, camino por las calles tranquilas de la comuna. No hay anuncios ni cámaras vigilando; el concepto de propiedad privada quedó atrás, y con él, la sensación de escasez y competencia.
Vuelvo a casa sintiendo el pulso de una sociedad que no necesita explotarse a sí misma para sobrevivir. Pienso, antes de dormir, en quienes soñaron con esto en siglos pasados, en los que lucharon y fracasaron, en los que resistieron cuando todo parecía imposible. Quizá nunca podamos hacer justicia completa a su memoria, pero vivimos y construimos desde lo que nos dejaron. Aquí, donde el trabajo es vida creativa y la vida es comunidad, sentimos que la humanidad, por fin, se ha encontrado consigo misma.