La corrupción económica dentro de la política no es una disfunción accidental del sistema capitalista, sino una consecuencia directa de su lógica de acumulación y delegación. Para comprender su origen y permanencia, es necesario analizar los tres pilares estructurales que la hacen posible: la figura del corruptor, la figura del corruptible y la profesionalización de la política.

El corruptor: la acumulación capitalista como fuente de poder político
El corruptor no surge del azar ni de una desviación moral, sino de un sistema que permite y fomenta la acumulación privada de riqueza. El capitalismo, en su funcionamiento normal, produce excedentes que quedan en manos de una minoría. Esta minoría no necesita reinvertir todo su capital en la producción; puede usar una parte de él para influir, condicionar o comprar decisiones políticas.
¿De dónde proviene ese excedente? En primera instancia, de la plusvalía extraída a los trabajadores, es decir, del trabajo no remunerado que genera valor más allá de lo que el obrero recibe como salario. Pero en el capitalismo actual, esa plusvalía no proviene únicamente del trabajo fabril o asalariado clásico. Las grandes plataformas digitales obtienen valor explotando la actividad de los usuarios, que generan datos, contenido e interacción sin retribución. A su vez, el capital especulativo y las economías extractivas extraen excedentes mediante la valorización ficticia del dinero o el despojo de territorios o bienes comunes (como la vivienda o los Servicios Públicos), respectivamente. Todas estas formas alimentan el mismo proceso: acumulación sin trabajo propio, concentración sin producción directa.
Es este excedente el que permite al capitalista ejercer poder más allá del mercado, penetrando las instituciones públicas y las decisiones políticas.
El corruptor, por tanto, no es una figura externa al sistema, sino su producto más lógico, alguien que ha acumulado tanto capital que puede usar esa riqueza como palanca política. Y sin embargo, cuando la corrupción sale a la luz, el castigo social se concentra casi exclusivamente sobre el político, deslegitimando la función pública misma. El empresario corruptor, en cambio, suele quedar en la sombra: su acto es individualizado, despolitizado, desvinculado de su papel estructural. Así, se preserva la legitimidad del «emprendimiento», de la «libertad de empresa», y por tanto del propio sistema que hace posible la corrupción. Esta asimetría funcional actúa como un mecanismo de defensa ideológica del capitalismo, que «castiga» los síntomas para esconder las causas.

El corruptible: la delegación del poder como puerta de entrada
El corruptible es quien, al recibir poder delegado por la ciudadanía, se convierte en objetivo de influencia. La democracia liberal se basa en la representación: unos pocos deciden en nombre de muchos (tanto en el Parlamento como en los Partidos que «articulan» la opinión ciudadana). Esta concentración crea las condiciones ideales para la corrupción.
No se trata de que el corruptible sea inevitablemente inmoral, sino de que el diseño institucional lo pone en una posición vulnerable: poder concentrado, controles difusos e impunidad frecuente.
La solución no es solo castigar al corrupto, sino revisar la propia lógica de representación que permite estas desviaciones. La delegación sin participación activa y sin fiscalización real desde abajo es el terreno fértil donde germina la corrupción.
La profesionalización de la política: el olvido del deber
El tercer pilar que refuerza la corrupción es la profesionalización de la política. En lugar de ser una función rotativa y temporal, la representación política se convierte en una carrera: un oficio, una vocación de larga duración, con escalafones, clientelas y fidelidades internas.
Esto genera varias consecuencias:
- Aislamiento de los representantes respecto a las bases populares.
- Prioridad por conservar el cargo más que por transformar la realidad.
- Redes de favores y alianzas internas que blindan la rendición de cuentas.
La política deja de ser el arte de organizar la vida colectiva para convertirse en una burocracia autorreferencial. En ese ecosistema cerrado, la corrupción no solo es posible: es funcional.
Romper el triángulo de la corrupción
La corrupción no es un problema ético individual, sino un efecto estructural de un sistema que combina:
- Acumulación privada de riqueza (corruptor).
- Concentración delegada de poder (corruptible).
- Carreras políticas permanentes (profesionalización).
Por eso, las soluciones reales no pueden ser solo punitivas ni superficiales.
- Debemos democratizar la economía, impidiendo la acumulación de excedente privado que se convierte en poder político.
- Debemos democratizar el poder, superando la representación delegada por formas participativas, rotativas y revocables.
- Debemos desprofesionalizar la política, devolviéndola a las manos de las comunidades y los trabajadores.
Una vía concreta para esto es que las empresas estratégicas sean gestionadas por el Estado a través de sus propios trabajadores organizados, con auditorías abiertas a la ciudadanía beneficiaria de sus trabajos concretos. Esto impediría el ingreso de capitales privados en la decisión política y dificultaría los acuerdos corruptos entre elites económicas y políticas.
El poder popular como antídoto estructural
La corrupción no se soluciona con códigos penales, de ser así no existiría el problema, sino con una revolución democrática. Solo cuando la riqueza sea colectiva, el poder revocable y la política una función comunitaria y no una carrera personal, podremos hablar de una sociedad libre de corrupción estructural.
Hasta entonces, la corrupción seguirá siendo una función interna del capitalismo representativo. Y por eso, luchar contra la corrupción es luchar contra el capitalismo mismo.