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Contra el mito: Nación burguesa vs. Nación proletaria

Nace este artículo de la lectura del siguiente artículo en EL País:

El largo camino del Cid: de mercenario saqueador a mito franquista

Cuando la historiadora Nora Berend analiza la figura de Rodrigo Díaz de Vivar —más conocido como el Cid Campeador— y su recorrido desde mercenario saqueador hasta mito nacional franquista, nos está ofreciendo más que una revisión historiográfica. Nos está dando, quizás sin pretenderlo, una radiografía de cómo se fabrica la nación desde arriba: una construcción ideológica en manos de las clases dominantes, diseñada para suturar fracturas sociales bajo un barniz de unidad identitaria. El Cid, figura dúctil y contradictoria, sirve como símbolo paradigmático del modo en que la burguesía ha moldeado la historia a su conveniencia, escondiendo tras la épica la explotación, la violencia y la traición a las clases populares.

Y sin embargo, hay una ironía reveladora en esta reconstrucción: el Cid, lejos de representar una nación, la anticipa como farsa. Porque en su figura de mercenario errante que sirve a quien mejor le paga, se dibuja de forma nítida la propia alma de la clase burguesa. El paralelismo entre el Cid como mercenario y el burgués como sujeto sin lealtades colectivas es profundamente revelador. El burgués, con su individualismo «ilustrado», es también un mercenario de sí mismo: un sujeto sin lealtades colectivas, que se erige en su propio mito fundacional y utiliza la nación como máscara que justifica su interés particular. La mitología nacional no es tanto un engaño que se impone desde fuera, sino una proyección íntima de esta forma de subjetividad: la del propietario que quiere parecer patriota, la del explotador que se disfraza de servidor público, la del egoísmo que se adorna con símbolos compartidos. La nación burguesa es, en este sentido, un espejo: no refleja una comunidad, sino el deseo solitario de quien quiere que su historia personal parezca un destino común. Lo nacional se presenta como un proyecto colectivo, pero en realidad es una ficción ideológica que encubre el interés privado elevado a interés general.

La lectura de Berend es clara y reveladora: Rodrigo Díaz no fue un héroe nacionalista sino un señor de la guerra, un operador táctico que sirvió indistintamente a moros y cristianos, impulsado por intereses personales más que por fidelidades ideológicas. Sin embargo, esta complejidad histórica fue sistemáticamente borrada para convertirlo en un icono monolítico del nacionalismo español, especialmente durante el franquismo, que necesitaba héroes fundacionales que justificaran su cruzada reaccionaria. El uso del Cid por el franquismo no es una simple tergiversación, sino una operación ideológica profunda: crear una continuidad simbólica entre la violencia feudal, la cruzada contra el islam y la represión fascista del siglo XX. Aquí emerge el mecanismo clave de toda nación burguesa: el mito como herramienta política. El pasado es depurado, estetizado y reordenado al servicio de una ideología dominante que oculta la contradicción de clases tras una ficción de continuidad cultural.

La nación como instrumento de clase

Desde una perspectiva marxista, esta operación no es casual. La nación burguesa no es una comunidad natural ni espontánea, sino una formación histórica funcional al desarrollo del capitalismo. Lenin, en El derecho de las naciones a la autodeterminación (1914), dejó claro que la lucha por la autodeterminación debía entenderse siempre en relación con la lucha de clases. La nación solo es progresiva si sirve al desarrollo de la conciencia proletaria y si se emancipa de la dominación imperialista o burguesa.

Por su parte, Stalin, en El marxismo y la cuestión nacional (1913), sistematizó la definición de nación como “una comunidad humana estable, históricamente constituida, formada sobre la base de una comunidad de lengua, territorio, vida económica y cultura», junto a esto, añadía un elemento clave: esta formación solo tenía sentido histórico si se inscribía en la lucha por el socialismo. La nación, para el marxismo, no es un fin en sí misma, sino una forma organizativa transitoria que puede servir tanto a la dominación como a la emancipación, dependiendo de la clase que la hegemonice.

Esta herramienta teórica —hoy sistemáticamente distorsionada por la intelligentsia neoliberal— fue un aporte científico a la lucha anticapitalista: desnaturalizó la nación como artefacto de dominación y la puso al servicio de la emancipación obrera. La criminalización de Stalin no es solo una simplificación de la Historia, sino operación contrarrevolucionaria: busca invalidar el único modelo que demostró —en la industrialización soviética y la derrota del fascismo— que el comunismo planificado es la vía material hacia la soberanía real.

En ese sentido, la nación construida sobre el mito del Cid, como la mayoría de los relatos nacionales europeos, no es otra cosa que una coartada cultural para la reproducción del dominio burgués. Es una nación construida no desde el trabajo ni desde la cooperación social, sino desde la guerra, la sangre, la nobleza y la propiedad. Una nación de los vencedores. Frente a esto, se impone la necesidad de pensar en una nación proletaria, no como espejo invertido del nacionalismo burgués, sino como forma de soberanía popular que se organiza en torno a la producción social y la cooperación entre iguales. En el horizonte, se encuentra la “asociación en la que el libre desarrollo de cada uno sea la condición para el libre desarrollo de todos”, y en tal sociedad futura, la nación como forma política podría devenir obsoleta.

Nación burguesa vs nación proletaria*: dos caminos históricos

La nación burguesa se funda sobre el derecho de nacimiento, sobre la genealogía y la sangre, que en el fondo no es más que una estrategia para mantener los privilegios de clase. Al convertir la pertenencia nacional en un hecho biológico o cultural esencialista, se naturaliza la desigualdad. Este tipo de nación necesita mitos fundacionales, héroes patrios, gestas idealizadas. Necesita un pasado glorioso que legitime un presente de explotación. La precariedad se justifica entonces como sacrificio por la patria; la obediencia se disfraza de lealtad cultural; y la represión política se viste de defensa del orden histórico.

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En cambio, la nación proletaria no se funda en la sangre ni en la herencia, sino en la praxis. Es una comunidad política articulada por la producción social, la solidaridad y la igualdad material. No necesita héroes sino sujetos colectivos. No se basa en el pasado mitificado sino en el presente transformador. La nación proletaria no pretende ser eterna ni esencial; es una forma política destinada a desaparecer con la desaparición del Estado y de las clases. Mientras exista, su función es doble: servir como marco de autoorganización de los trabajadores frente al capital, y como forma de resistencia contra la opresión imperialista. La nación proletaria —como forma de autoorganización de la clase trabajadora en lucha contra el capital y el imperialismo— no es un proyecto eterno ni esencialista, sino una fase transitoria en la lucha por la emancipación de Humanidad en su totalidad.

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Aquí la soberanía no se entiende como derecho abstracto de un pueblo genérico, sino como ejercicio material del poder por parte de la clase trabajadora. Y no hay mayor soberanía que decidir colectivamente cómo se produce, qué se produce y para quién se produce. La nación proletaria, entonces, no es un relato sino un hecho: es el conjunto de prácticas que construyen una comunidad igualitaria, en lucha constante contra las formas históricas de dominación.

Contra el mito, el presente organizado

El artículo sobre el libro de Nora Berend no solo desmonta un mito histórico, también deja al descubierto la fragilidad de las narrativas nacionales cuando se las somete a crítica materialista. Si el Cid puede ser tantas cosas —mercenario, señor de la guerra, símbolo de unidad o de conquista— es porque su figura ha sido moldeada para encajar en las necesidades de diferentes proyectos políticos. La pregunta, entonces, no es solo quién fue el Cid, sino quién necesita que el Cid sea una cosa y no otra.

Nuestra tarea no es disputar el símbolo, sino destruir el mecanismo que lo produce. No necesitamos más héroes; necesitamos historia. Historia con sujeto colectivo, con contradicción, con conflicto. Necesitamos una política de la memoria que no sea estética ni nostálgica, sino crítica y transformadora. La historia debe ser recuperada como historia de la lucha de clases, como historia de las resistencias, de los intentos de emancipación, de las derrotas que preparan nuevas victorias.

Frente al mito nacional, proponemos la organización popular. Frente al relato de la gloria pasada, el proyecto de igualdad futura. Frente a la nación que nace de la propiedad, una nación que se construye en la producción social. Frente a la patria del patrón, la soberanía del obrero.

Y frente a la simplificación interesada de la historia por parte de la «intelligentsia» neoliberal y posmoderna —que convierte a Stalin en un ‘demonio’ para enterrar el paradigma comunista—, levantamos los hechos: la planificación erradicó el analfabetismo en la URSS, garantizó vivienda y empleo, y demostró que la autodeterminación solo es real cuando el pueblo controla los medios de producción.

La nación proletaria* no canta himnos: construye fábricas, escuelas, hospitales. No venera héroes: cultiva la memoria de los comunes. No busca eternidad: construye el futuro.


*Miembro de una nación proletaria es quien trabaja, habita y participa en la reproducción de la vida común, no quien comparte una lengua, religión o genealogía.
Esto implica romper con el paradigma burgués de la ciudadanía basada en el nacimiento, el ius sanguinis o el ius soli, para sustituirlo por un principio de ciudadanía productiva y solidaria, donde el sujeto político es el trabajador organizado, no el consumidor o el heredero de una cultura esencializada.

Negar esta dimensión, subordinar lo productivo a lo mitológico-cultural, es una regresión reaccionaria y un error estratégico que fragmenta al proletariado en líneas raciales o étnicas, justo como desea el capital.

Proletkult.


Bibliografía

Clásicos del marxismo sobre la cuestión nacional

  • Karl Marx y Friedrich Engels, El Manifiesto del Partido Comunista (1848).
  • V.I. Lenin, El derecho de las naciones a la autodeterminación (1914).
  • Iósif Stalin, El marxismo y la cuestión nacional (1913).
  • Karl Marx, La ideología alemana (1845-46).
  • Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel (especialmente los textos sobre hegemonía y cultura nacional-popular).

Historiografía crítica y nación como construcción ideológica

  • Eric Hobsbawm y Terence Ranger (eds.), La invención de la tradición (1983).
  • Benedict Anderson, Comunidades imaginadas (1983).
  • E. J. Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780 (1990).
  • Renan, Ernest, ¿Qué es una nación? (1882)
  • Perry Anderson, El estado absolutista (1974)
  • Immanuel Wallerstein, El capitalismo histórico (1983)

Sobre la instrumentalización de figuras históricas

  • Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido (2000).
  • Tzvetan Todorov, Los abusos de la memoria (1995).
  • Walter Benjamin, Tesis sobre la historia (1940)

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