La democracia liberal se presenta como un sistema en el que la ciudadanía delega su voz en representantes elegidos para defender sus intereses dentro del parlamento. Sin embargo, esta premisa fundamental se enfrenta a una contradicción estructural: la representación política no es fiel reflejo de la sociedad, sino que está profundamente sesgada por cuestiones de clase, acceso al poder y estructuras económicas que condicionan quiénes pueden realmente aspirar a cargos de representación.
¿Qué significa representar?
El concepto de representación implica la existencia de un vínculo entre los representantes y los representados. Los representantes deberían ser un espejo de la composición social, reflejando la diversidad de condiciones económicas, culturales y laborales que existen en la sociedad. Sin embargo, en la práctica, esta representatividad es una ilusión. En la mayoría de los parlamentos modernos, las características de quienes ostentan el poder distan mucho de las de la ciudadanía a la que supuestamente representan.
En este sentido, surge la pregunta: ¿por qué consideramos representatividad lo que se nos presenta como tal? La mera presencia de individuos en una institución no garantiza que sean un reflejo real de la sociedad. La representatividad, para ser auténtica, debería ser una reproducción fiel de la composición social, incluyendo la proporción de clases sociales, niveles educativos y condiciones económicas. Si la estructura de poder impide que ciertos sectores accedan a los espacios de toma de decisiones, entonces la representación que se nos ofrece es, en el mejor de los casos, una versión distorsionada de la sociedad y, en el peor, una falsedad legitimada por el propio sistema.

Un parlamento de élites para gobernar a las masas
Si observamos la composición de los parlamentos en distintos países, encontramos un patrón repetitivo: la gran mayoría de los representantes provienen de sectores acomodados, con formación en derecho, economía o ciencias políticas, y con vínculos estrechos con las estructuras de poder económico, judicial, mediático o estatal. Esto genera un sesgo de clase que, independientemente de la ideología declarada, limita el margen de acción de la política dentro de los marcos establecidos por el capital.
La política profesionalizada y el alto coste de las campañas electorales reducen las posibilidades de que sectores populares lleguen a posiciones de representación, perpetuando una clase política desconectada de las condiciones materiales de la mayoría. Este fenómeno se traduce en una toma de decisiones que prioriza la estabilidad del sistema y la continuidad de los intereses económicos dominantes sobre la transformación real de las condiciones de vida de la población.
El mito de la pluralidad ideológica y la paridad de género
A menudo se argumenta que la diversidad de partidos garantiza una representación amplia de la sociedad. Sin embargo, la adscripción a una ideología dentro del sistema parlamentario no impide que las dinámicas de clase condicionen la práctica política. Salvo honrosas excepciones, la profesionalización de la política genera una casta de representantes que, aunque puedan diferir en sus discursos, comparten privilegios estructurales que los alejan de las experiencias cotidianas de la clase trabajadora.
Este sesgo clasista se mantiene incluso en ámbitos donde se han implementado políticas de paridad de género. Si bien se ha logrado incrementar la presencia de mujeres en los parlamentos, esto no ha significado una mayor representación de las mujeres trabajadoras o de sectores populares. Las mujeres que acceden a posiciones de poder lo hacen, en su mayoría, desde estructuras económicas y sociales privilegiadas, lo que perpetúa el mismo distanciamiento entre la clase política y la realidad material de la mayoría de la población. La paridad de género, sin una paridad de clase, no transforma la estructura de representación política, sino que reproduce los mismos sesgos existentes entre los hombres que ocupan cargos de poder.
Hacia una verdadera representación
Si la representatividad es el fundamento de la democracia, su ausencia en los parlamentos actuales nos debería obligar a replantear las formas en que la ciudadanía puede ejercer el poder de manera más directa y efectiva.
La solución no pasa por meros ajustes cosméticos dentro del sistema, sino por la construcción de nuevas formas de organización política que permitan la participación activa de la población en la toma de decisiones.
La democracia directa, los soviets, los consejos comunales y otras estructuras de autogestión pueden ofrecer alternativas a la ficción representativa de los parlamentos liberales. Estas formas de organización permitirían una participación más equitativa y efectiva de la ciudadanía en la toma de decisiones, eliminando las barreras que hoy mantienen a amplios sectores de la sociedad al margen del poder político.
No obstante, una alternativa reformista transitoria podría ser la transformación del Senado en una cámara ciudadana cuyos miembros fuesen elegidos por sorteo con el objetivo de que representasen de la manera más proporcional posible las características económicas y de género de la sociedad española.
Esto garantizaría una representación más fiel de la realidad social de la nación y permitiría que la sociedad tuviera un papel activo en la interacción con el Parlamento en el desarrollo legislativo.
La pregunta central que debemos hacernos no es cómo mejorar la representatividad en un sistema que estructuralmente la impide, sino cómo construir un nuevo modelo en el que la sociedad tenga una voz real en la toma de decisiones. En última instancia, la lucha no es por una mejor representación dentro del capitalismo, sino por un sistema donde la representación deje de ser necesaria porque el poder reside verdaderamente en el pueblo.