Publicado en

Comunismo: Lenguaje, Organización, Lucha de Clases y Relato



¿Por qué no usar otro nombre para definir la ideología que defiendes y así evitar las connotaciones históricas negativas del término comunismo?


Esta pregunta, habitual en algunas de las conversaciones sobre ideología que mantengo con personas que, en principio, están cercanas a mi pensamiento, es el origen de este texto en el que exploro las causas por las que no debemos abandonar nuestra terminología histórica.

El valor histórico del término «comunismo» y la importancia del lenguaje.

El lenguaje no es una herramienta neutral; tiene un profundo poder para estructurar la realidad y moldear nuestra comprensión del mundo. Desde una perspectiva filosófica, el proceso histórico y social del pensamiento se articula a través del lenguaje, y cada concepto conlleva la memoria de luchas y contradicciones que lo han forjado. Esto es especialmente cierto en términos cargados de contenido histórico y político, como comunismo.

Defender el término “comunismo” es, ante todo, una cuestión de justicia histórica y respeto por la evolución del pensamiento crítico. Este término representa siglos de teoría, lucha social y resistencia frente a la explotación capitalista. Cuando la cultura dominante ataca el término comunismo, busca borrar de la memoria colectiva su potencial emancipador y su capacidad para visibilizar una alternativa social sin clases. Al renunciar a este término, se pierde la esencia de un ideal que ha sido fundamental en la búsqueda de una sociedad más justa y equitativa.

El ataque al término comunismo no es accidental; refleja un intento sistemático de despojarlo de su riqueza teórica y práctica. Las clases dominantes han descalificado el término porque reconocer su validez pondría en peligro su hegemonía. La narrativa capitalista fragmenta sus abusos en casos aislados, presentándolos como anomalías y desvinculándolos de la lógica que los produce. En contraste, cualquier error o abuso asociado al comunismo se generaliza para demonizar la ideología en su conjunto.

Desde una perspectiva ética, respetar términos como “comunismo” implica un compromiso con la verdad histórica. La historia ha demostrado que las ideas que promueven la igualdad y la justicia social han sido etiquetadas como peligrosas por aquellos que se benefician del statu quo. Esta defensa no solo implica un acto de reivindicación semántica, sino también una lucha por un futuro alternativo al capitalismo.

Científicamente, el comunismo se fundamenta en el análisis materialista de la historia. Marx desarrolló su visión a partir del estudio detallado de las condiciones económicas y sociales de su tiempo. Esta crítica ha demostrado su relevancia en la explicación de las crisis y contradicciones que el capitalismo sigue generando hoy en día.

Lingüísticamente, el término comunismo ha sido uno de los conceptos más influyentes en el último siglo y medio. Negar su uso priva al lenguaje de una palabra cargada de historia y elimina la posibilidad de un discurso alternativo. Las palabras no solo describen realidades; también las crean. Al defender el término “comunismo”, defendemos la capacidad de imaginar un mundo diferente, basado en la igualdad y la justicia.

En última instancia, defender el término comunismo es defender la historia del pensamiento humano en su lucha por una vida más plena y justa para todos. Es resistir la tergiversación de ideas que han surgido de la crítica y la búsqueda de un futuro mejor. Aceptar la narrativa hegemónica no solo debilita nuestra lucha, sino que perpetúa un orden establecido que busca mantener la explotación y la desigualdad.


El borrado del término y su impacto en la clase trabajadora.

El borrado del término «comunismo» no es una cuestión meramente académica o lingüística; tiene consecuencias directas y materiales en la capacidad de la clase trabajadora para organizarse. Esta táctica, orquestada por la clase dominante, no solo distorsiona el significado del comunismo, sino que desarma a los trabajadores de un vocabulario fundamental para identificar las causas de su explotación y proponer alternativas de transformación social. La eliminación o deslegitimación del término reduce la capacidad de la clase explotada para articular un proyecto de lucha coherente y unificador, lo que contribuye a la fragmentación ideológica que ha afectado a los movimientos obreros en las últimas décadas.

El comunismo, en su esencia conceptual, es una respuesta afirmativa y organizadora frente al capitalismo. Cuando se suprime o se le vacía de contenido, lo que queda es una nebulosa de eufemismos que carecen de fuerza y claridad.

Este borrado del término «comunismo» no solo fragmenta a la clase trabajadora, sino que interrumpe el proceso dialéctico de formación de la conciencia de clase. En la dialéctica hegeliana, el desarrollo de la conciencia se produce a través del conflicto y la resolución de contradicciones. Marx retoma esta idea en su análisis de la lucha de clases, donde la conciencia de clase se forja en el reconocimiento de las contradicciones entre explotadores y explotados. Al vaciar de contenido el concepto de «comunismo», se bloquea la posibilidad de articular una síntesis que permita a la clase trabajadora reconocerse como sujeto histórico con intereses comunes. Esta interrupción de la dialéctica obstaculiza el avance hacia una conciencia unificada y revolucionaria, impidiendo que los trabajadores superen su alienación y se organicen en torno a una alternativa sistémica al capitalismo. Sin este proceso dialéctico de lucha y reconocimiento, la clase dominante perpetúa su hegemonía, manteniendo a los trabajadores en un estado de dispersión y desorientación.

Sin una orientación clara hacia un sistema alternativo, las luchas se diluyen en demandas parciales o reformistas que difícilmente desafían las estructuras de explotación. Al eliminar el término «comunismo», se genera confusión en torno a ideas centrales como la abolición de las clases y la redistribución justa de los recursos, presentando el comunismo como una amenaza abstracta en lugar de una respuesta lógica a la opresión sistémica.

El lenguaje es una herramienta crucial en la lucha de clases; cómo nombramos la realidad determina cómo la entendemos y actuamos sobre ella. El control del discurso es una manifestación de la hegemonía ideológica de la clase dominante. Antonio Gramsci explica cómo esta clase no solo controla los medios de producción material, sino también los de producción ideológica, incluyendo el lenguaje. Al denigrar el término «comunismo», se consolida la hegemonía del capitalismo, que se presenta como la única alternativa viable y se marginan todas las ideas que proponen una organización social distinta.

El borrado del término también fragmenta a la clase trabajadora, que históricamente ha insistido en la unidad como condición indispensable para su emancipación. Sin un término que encapsule esta lucha unitaria, los trabajadores son empujados a formas de organización más débiles y fragmentadas, perdiendo de vista la estructura global de su opresión. Las divisiones basadas en identidades o intereses particulares, a menudo ajenos a la lucha de clases, benefician a la clase dominante, ya que una clase trabajadora fragmentada es más fácil de controlar.

El comunismo ha sido fundamental para organizar a la clase trabajadora, no solo a nivel local o sindical, sino en términos de una lucha global contra el capitalismo. Proporciona un marco teórico que no solo explica las dinámicas de explotación, sino que también ofrece una visión de una sociedad radicalmente diferente, basada en la propiedad colectiva y la distribución equitativa de la riqueza. Cuando se borra o desvirtúa este término, la clase trabajadora pierde un referente político para su organización, y sus luchas se limitan a reformas que no atacan las causas fundamentales de su explotación, llevando a ciclos de frustración ante la adaptabilidad del capitalismo.

El comunismo, en última instancia, es una forma de conciencia de clase que reconoce que la explotación sistemática del trabajo solo puede ser superada mediante la organización consciente. Al borrar el término, se debilita esta conciencia; los trabajadores dejan de verse a sí mismos como una clase con intereses comunes y un enemigo compartido. Sin este término, la visión de una sociedad alternativa se difumina, y la clase dominante perpetúa su poder, ya que la clase explotada carece de las herramientas conceptuales necesarias para identificarse como tal y actuar en consecuencia.

Además, el borrado del término comunismo facilita la legitimación de la explotación. Sin un término que articule claramente las dinámicas de poder y las contradicciones del capitalismo, la explotación se percibe como una condición natural o justa. Se normaliza la competencia y la desigualdad, porque no hay una crítica organizada que presente una alternativa viable. Defender el término «comunismo» no es solo preservar una palabra, sino una herramienta para desenmascarar la explotación y hacer visible lo que la cultura dominante trata de ocultar.

En conclusión, defender el término «comunismo» es una necesidad urgente para mantener viva la capacidad de la clase trabajadora de organizarse contra su explotación. Sin este término, se pierde una herramienta poderosa de crítica y acción colectiva. El borrado de esta palabra no es un acto neutral; es un ataque directo a la posibilidad de imaginar y construir un mundo diferente. Para la clase trabajadora, el comunismo no es simplemente una opción política; es un camino hacia el control sobre sus vidas, la unión de sus fuerzas y la construcción de un futuro libre de explotación y opresión.



La crítica a los eufemismos y el miedo a nombrar el comunismo


Una de las estrategias más eficaces del capitalismo contemporáneo ha sido fomentar el uso de eufemismos que sustituyan conceptos percibidos como amenazantes. Términos como «anticapitalismo”, “izquierda alternativa”, “izquierda transformadora”, etc, se han empleado para evitar el uso directo de «comunismo». Sin embargo, aunque estos eufemismos pueden señalar una oposición (ya sea al capitalismo o a la socialdemocracia), carecen del poder organizador y la claridad de un término como «comunismo». Mientras «anticapitalismo» define una postura reactiva, «comunismo» es una afirmación que no solo señala lo que debe ser destruido, sino también lo que debe ser construido: una sociedad sin clases y sin explotación.

El miedo a usar el término «comunismo», alimentado por la presión ideológica y cultural del capitalismo, revela una forma de cobardía intelectual y política. Esta narrativa dominante ha logrado asociar «comunismo» con fracaso, autoritarismo o utopía irrealizable, neutralizando así cualquier amenaza real al sistema. Al optar por eufemismos, los críticos del capitalismo caen en la trampa de moderar su discurso, debilitando su capacidad de movilización.

La crítica concreta al uso de «anticapitalista», como el eufemismo más común, se centra en su naturaleza meramente negativa. Al definirse en torno a la oposición a un sistema injusto, no ofrece una alternativa concreta. El comunismo, en cambio, plantea una visión afirmativa de la organización social, proponiendo la abolición de las clases, la propiedad colectiva de los medios de producción y, en consecuencia, la distribución equitativa de la riqueza. Es un proyecto de construcción, no solo de resistencia, y habla de lo que queremos construir: una sociedad sin explotación y alienación.

La diferencia entre «comunismo» y «anticapitalismo» radica en que el primero contiene un contenido positivo y un objetivo claro hacia el que trabajar, mientras que el segundo se limita a rechazar sin ofrecer una visión cohesiva. Este vacío es problemático, ya que las luchas transformadoras requieren no solo un enemigo común, sino también una dirección que movilice a las masas hacia un futuro deseable.

El uso de eufemismos en lugar de «comunismo» refleja una forma de cobardía que concede al discurso dominante. Al evitar el término «comunismo», se legitima la demonización de esta idea, aceptando implícitamente que hay algo incorrecto o peligroso en ella. Este miedo a ser etiquetado o ridiculizado priva a las personas de la claridad conceptual necesaria para comprender las dinámicas de la opresión capitalista. El comunismo, a pesar de ser atacado, sigue representando una esperanza de transformación radical. Renunciar a su poder significa perder la posibilidad de ofrecer una alternativa real al capitalismo. Esta renuncia refleja una falta de voluntad para defender la verdadera naturaleza de las creencias que se pretenden promover, eligiendo refugiarse en términos menos comprometidos para evitar confrontaciones.

Desde una perspectiva filosófica, la distinción entre posturas negativas y afirmativas es crucial. Las ideas que transforman el mundo no son solo las críticas, sino aquellas que proponen una visión alternativa. El comunismo ofrece una imagen positiva de una sociedad futura donde las relaciones de explotación han sido superadas, mientras que el término «anticapitalista» carece de esa afirmación y se convierte en una crítica sin construcción.

El uso de términos afirmativos es esencial para construir una identidad colectiva fuerte. Las luchas sociales requieren no solo un enemigo común, sino un horizonte compartido hacia el cual avanzar. El comunismo proporciona ese horizonte, ofreciendo una visión de un mundo en el que la libertad, la igualdad y la solidaridad son realidades tangibles. Al abandonar «comunismo» en favor de «anticapitalismo» (y otros), se pierde claridad de visión y el riesgo es quedar atrapado en la mera oposición.

Además de su contenido filosófico, «comunismo» posee un valor estratégico en la organización de la clase trabajadora. Es un término con una historia de lucha y organización, que ha movilizado a millones de personas. Al sustituirlo por términos más débiles, se pierde el vínculo con una tradición de lucha que ha demostrado su capacidad transformadora. El comunismo no es solo una crítica al capitalismo, sino una guía para la acción política. Proporciona un marco para entender cómo funciona el sistema actual, por qué es injusto y cómo puede ser superado. Aceptar eufemismos como «anticapitalismo» (y otros) limita la capacidad de la clase trabajadora para organizarse de manera efectiva, sustituyendo un término con significado histórico claro por otro que no ofrece una visión estratégica ni orientación para la lucha.

La defensa del término «comunismo» es fundamental para que la clase trabajadora pueda organizarse de manera afirmativa, no solo en oposición al capitalismo, sino en la construcción de una alternativa real. Usar eufemismos como «anticapitalista» refleja una postura débil y reactiva, quedándose en la crítica sin ofrecer una visión positiva de lo que se quiere construir. La verdadera transformación social no puede fundamentarse solo en lo que rechazamos; necesitamos un lenguaje afirmativo y una visión clara de lo que queremos construir. El comunismo, en su esencia, representa esa construcción: una propuesta para una sociedad sin explotación, sin desigualdad, donde el bienestar de uno esté ligado al bienestar de todos. Al defender el término «comunismo», defendemos no solo una palabra, sino la posibilidad de construir un futuro diferente.

La asimetría en la culpabilización del comunismo versus el capitalismo

Otro punto esencial por abordar es la asimetría con la que se evalúan los errores o crímenes cometidos en nombre de una ideología. En el caso del capitalismo, las injusticias, abusos y desastres sociales se individualizan, culpando a actores concretos o fallos sistémicos específicos, pero raramente se pone en cuestión el sistema en su totalidad. La narrativa capitalista, a través de su control sobre los medios de comunicación, las instituciones académicas y las estructuras culturales, fragmenta sus abusos y los presenta como anomalías, desvinculándolos de la lógica sistémica que los produce. Los errores de un empresario, una corporación o un gobierno se entienden como excepciones o problemas de “malas prácticas”, no como productos inherentes de un modelo diseñado para maximizar beneficios a expensas de la equidad social y la sostenibilidad ambiental.

Cuando una corporación contamina ríos, crea sustancias como el fentanilo por cuestiones exclusivamente económicas, destruye ecosistemas o explota a trabajadores, la narrativa dominante no apunta a la lógica capitalista de acumulación que subyace a estas prácticas. En cambio, se centra en actores específicos: «banqueros avariciosos», «malos reguladores», «directores irresponsables». La culpa se individualiza y, en consecuencia, se disocia del sistema como un todo, permitiendo que la estructura capitalista, su lógica de explotación y su necesidad de expansión permanezcan intactas y se presenten como la única alternativa posible. Así, el capitalismo se autodefiende fragmentando sus fallos en una serie de «accidentes» que no revelan la totalidad sistémica.

Sin embargo, los abusos capitalistas no son anomalías, sino consecuencias directas de la lógica inherente al sistema. El impacto del capitalismo en el mundo es devastador, con millones de muertes y sufrimientos derivados de su expansión imperialista y su necesidad de control de recursos. Las guerras por recursos y los conflictos geopolíticos, como las guerras coloniales y las invasiones a países no alineados con los intereses del capitalismo global, son manifestaciones directas de este sistema, que prioriza la acumulación sobre la vida humana. Las dos guerras mundiales, que costaron decenas de millones de vidas, fueron en gran parte el resultado de la competencia entre potencias imperialistas capitalistas por el control de mercados y recursos. Del mismo modo, los golpes de Estado y las intervenciones militares apoyadas o fomentadas por grandes potencias capitalistas, como en América Latina, África y el Sudeste Asiático, han generado genocidios, dictaduras y represión masiva para garantizar el dominio de sus intereses económicos.

El capitalismo no solo se manifiesta en la explotación directa y las guerras, sino también en las consecuencias menos visibles de su lógica acumulativa. Las crisis humanitarias, la miseria interna en países ricos y pobres, y la existencia de personas sin hogar en naciones con abundancia de recursos son todas consecuencia de un sistema que concentra la riqueza en unas pocas manos mientras empobrece a las mayorías. A esto se suman los millones de desplazados por catástrofes climáticas, agravadas por la explotación desenfrenada de recursos naturales bajo la lógica capitalista. El propio ciclo de guerras que presenciamos hoy, como en Israel, Ucrania o Líbano, así como las migraciones masivas provocadas por conflictos en todo el planeta son una consecuencia directa de la crisis sostenida del capitalismo que comenzó en 2008 y que, hasta nuestros días, sigue generando conflictos y desplazamientos forzados, en un ciclo que vincula crisis económicas, políticas y bélicas con las dinámicas internas del propio sistema. Estas crisis, lejos de ser fallos accidentales o productos del egoísmo individual, son expresiones estructurales del capitalismo, que maximiza el beneficio a costa del bienestar humano y ambiental. La propia explotación de la clase trabajadora, cuyo empobrecimiento sistemático está ligado al aumento de la riqueza de las élites, es una manifestación más de cómo el capitalismo perpetúa las desigualdades que Karl Marx detalló en El Capital.

Por el contrario, cualquier error, abuso o crimen asociado al comunismo, que indiscutiblemente han existido, es generalizado y presentado como un fracaso inherente a la ideología misma. Esta asimetría no es accidental, sino una estrategia discursiva diseñada para deslegitimar al comunismo como alternativa sistémica. Cuando un líder comunista comete un error o un crimen, se utiliza para desacreditar todo el sistema, mientras que el capitalismo goza de un blindaje ideológico que lo exime de una condena total. La narrativa dominante nunca disocia los abusos de los actores concretos que los llevaron a cabo, ni los enmarca dentro del contexto histórico y las presiones externas a las que estos regímenes han estado sometidos.

Este tratamiento diferencial se debe a que el comunismo plantea un desafío existencial al capitalismo. No busca reformar ciertos aspectos del capitalismo, sino que presenta una alternativa total que amenaza con sustituir el orden dominante. Por ello, cada vez que se menciona el comunismo, debe ser desacreditado de raíz, impidiendo que sus matices, complejidades y logros sean reconocidos. Al mostrar los errores del comunismo como fallos sistémicos inevitables, se disuade a la población de considerar alternativas al capitalismo, consolidando la idea de que, pese a sus defectos, el capitalismo sigue siendo la opción “menos mala”.

La culpa, en el marco de la hegemonía ideológica, se convierte en un arma de control simbólico. La diferencia en la atribución de culpa entre el capitalismo y el comunismo refleja el control que el primero ejerce sobre la producción de conocimiento y la definición de lo que se considera “normal” o “natural”. El capitalismo ha logrado enmarcar sus crímenes como efectos secundarios de un sistema imperfecto pero natural y permanente, presentando la pobreza, las guerras por recursos y la degradación medioambiental como disfunciones corregibles. En este relato, cualquier alternativa al capitalismo es intrínsecamente peligrosa y debe ser vigilada y condenada desde el primer error.

Esta manipulación también se extiende a la izquierda, donde la aceptación de la narrativa capitalista se refleja en el uso de eufemismos o en la renuncia a defender abiertamente el comunismo. Este temor a la demonización y el rechazo social es comprensible, pero políticamente cobarde. Al abandonar la defensa del comunismo como concepto y como término, se acepta la premisa fundamental del capitalismo: que el comunismo es intrínsecamente malvado o irrealizable. Esta falta de defensa del comunismo es interpretada como una admisión tácita de culpa, lo que refuerza la narrativa hegemónica.

Aceptar términos como “anticapitalista” o “izquierda alternativa», etc., sin un esfuerzo por contextualizar y recuperar el verdadero significado del comunismo perpetúa el control del lenguaje y de las ideas por parte de la clase dominante. Es una forma de traicionar la historia del movimiento obrero y de invalidar los logros concretos que, a pesar de sus errores, muchos regímenes comunistas han alcanzado en términos de derechos sociales, educación y reducción de las desigualdades.



Construyendo un relato realista sobre el comunismo

El conocimiento es la herramienta más poderosa para transformar nuestra percepción del mundo y abrir nuevas posibilidades. En un contexto donde el capitalismo ha moldeado el relato dominante, distorsionando conceptos como el de comunismo para perpetuar su control, es crucial recuperar el verdadero significado de este término y ofrecer un nuevo relato. Este relato, fundado en una comprensión profunda de la historia, la filosofía y las posibilidades de cambio social, es el que puede desafiar las narrativas hegemónicas y abrir el camino hacia una sociedad más justa y equitativa.

El Sustento Filosófico del Comunismo

Antes de adentrarnos en la teoría comunista propiamente dicha, es fundamental comprender la concepción filosófica que sustenta el pensamiento de Karl Marx, sobre la cual se construye la crítica al capitalismo y la visión de una sociedad comunista. El núcleo de su pensamiento está en una visión materialista de la historia y de la humanidad, conocida como materialismo histórico. Según esta perspectiva, la base de toda sociedad está en las condiciones materiales, en cómo las personas producen y reproducen los medios de su subsistencia.

Para Marx, la humanidad no puede entenderse abstractamente, al margen de sus condiciones materiales de existencia. Esto implica que las relaciones económicas y sociales determinan, en gran medida, la estructura de las sociedades humanas. El trabajo, como actividad central del ser humano, es clave para entender el desarrollo histórico de la humanidad. Según Marx, el trabajo es lo que permite a los seres humanos transformar la naturaleza y, a la vez, transformarse a sí mismos. Es a través del trabajo que el ser humano crea su mundo social y se diferencia de los demás seres vivos.

Sin embargo, bajo el capitalismo, esta actividad transformadora se convierte en una forma de alienación. Marx utiliza este concepto para describir cómo los trabajadores, en lugar de sentirse realizados en su trabajo, se sienten separados de él. Esto ocurre porque, bajo el capitalismo, los frutos del trabajo no pertenecen a quienes lo realizan, sino a los propietarios de los medios de producción (la burguesía). El trabajador crea valor, pero este valor es apropiado por el capitalista en forma de plusvalía, es decir, la diferencia entre el valor creado por el trabajo y lo que el trabajador recibe en forma de salario.

Este proceso de alienación no solo separa a los trabajadores de los productos de su trabajo, sino también de su propia esencia como seres humanos. Para los comunistas, el trabajo debería ser una actividad libre y creativa que permitiera a las personas realizar su potencial humano. Pero bajo el capitalismo, se convierte en una forma de opresión, ya que el trabajador es reducido a una mercancía, una pieza más en el engranaje del mercado laboral.

El comunismo surge como la superación de esta alienación. Los comunistas imaginamos una sociedad donde el trabajo sea una actividad libre y creativa, en la que las personas trabajen no por la necesidad de sobrevivir o para enriquecer a otros, sino para desarrollar plenamente sus capacidades y contribuir al bienestar colectivo. En esta sociedad, los medios de producción serían, inevitablemente, de propiedad común y estarían bajo control democrático ya que esta es la única manera que permite que el trabajo sea planificado de manera racional para satisfacer las necesidades humanas.

La concepción marxista de la humanidad es profundamente social. Para Marx, los seres humanos no son individuos aislados, sino que se constituyen a través de sus relaciones con los demás. Es decir, la humanidad es, en su esencia, una comunidad. Por lo tanto, el comunismo no es solo una reorganización económica, sino una transformación radical de las relaciones sociales. Propone una sociedad donde los lazos comunitarios, basados en la cooperación y la solidaridad, reemplacen las relaciones de explotación y competencia que caracterizan al capitalismo.

Este enfoque filosófico también está profundamente arraigado en una visión dialéctica del cambio histórico. Marx, influido por la filosofía de Hegel, concibe la historia como un proceso dinámico, marcado por la lucha de contrarios. En el caso de la historia humana, esta lucha es la lucha de clases, que se da entre quienes poseen los medios de producción y quienes no los poseen. Para Marx, la historia de todas las sociedades ha sido la historia de esta lucha, y es a través de ella que las sociedades cambian y evolucionan.

La superación del capitalismo y la llegada del comunismo no son, entonces, un simple acto de voluntad, sino el resultado de esta lucha histórica. Marx veía al proletariado, la clase trabajadora, como el sujeto histórico llamado a acabar con el capitalismo, ya que es la clase que más sufre bajo este sistema y, al mismo tiempo, la que tiene el potencial para reorganizar la sociedad de manera más justa y equitativa.

¿Qué es el Comunismo?

Sobre esta base filosófica, el comunismo se presenta como una teoría social, política y económica que propone la abolición de las clases sociales, la propiedad privada y el Estado, en favor de una sociedad donde los medios de producción sean de propiedad colectiva y estén bajo control común. En lugar de la competencia, el comunismo promueve la cooperación y la distribución equitativa de los recursos, con el objetivo de satisfacer las necesidades de todas las personas, sin distinciones de clase, género o nacionalidad.

El comunismo busca eliminar las relaciones de explotación capitalista al establecer una economía donde no existan las clases sociales. Para alcanzar este objetivo, plantea varias etapas de transición. En la primera es la clase trabajadora toma el poder y comienza a desmantelar las estructuras del capitalismo. En esta fase se establece un gobierno, denominado dictadura del proletariado, donde la clase trabajadora controla el Estado para erradicar las viejas relaciones capitalistas y poner en marcha la planificación económica centralizada para satisfacer las necesidades colectivas.

El tránsito del capitalismo y la democracia liberal al socialismo es un periodo en el que aún pueden existir algunas formas de propiedad estatal o colectiva y ciertas instituciones de control, pero cuyo objetivo es seguir transformando la economía y la política en dirección a la desaparición del Estado. Finalmente, en la fase comunista plena, el Estado se disuelve por completo, ya que las clases sociales y la propiedad privada se han abolido, y la producción y distribución de bienes se realizan según las necesidades de cada persona, bajo un principio de «de cada cual, según su capacidad, a cada cual, según su necesidad».

Es importante señalar que el comunismo, tal como fue concebido por Marx y Engels, nunca ha sido plenamente realizado en la historia. Lo que se ha observado en el siglo XX y XXI son intentos de construir sociedades socialistas, pero estos intentos quedaron atrapados en las fases intermedias de transición, como en la Unión Soviética y Cuba. China, en la actualidad, se encuentra, según sus palabras, desarrollando el Estado Socialista, pero no en fase comunista. Estos países, aunque etiquetados como «comunistas», nunca han alcanzado la fase comunista plena descrita por Marx y Engels debido a sus circunstancias materiales e históricas.


Construyendo el Nuevo Relato

Entender, por tanto, que el comunismo no ha fracasado, sino que nunca ha sido realmente implementado, es esencial para derribar la caricatura creada por el discurso capitalista. Al socializar los medios de producción, no solo se busca la equidad en términos económicos, sino que también se pone en marcha un proceso para que la humanidad recupere el control de su destino colectivo. Este aspecto es central en el nuevo relato: no se trata únicamente de redistribuir la riqueza, sino de tomar control consciente del futuro para evitar las disrupciones causadas por el individualismo empresarial y económico, tanto a nivel cultural como medioambiental.

Así mismo, es relevante entender que el capitalismo occidental es mínimamente habitable gracias a derechos fundamentales como la jornada laboral de ocho horas, la seguridad social, las vacaciones pagadas o la educación pública, avances, todos ellos, fruto de las luchas del ideario socialista y comunista, no concesiones voluntarias del capital. De manera similar, la democracia liberal, aunque la critiquemos por su pluralismo falsificado y su orientación favorable a la burguesía, es también una conquista de las clases trabajadoras. Fueron los obreros y movimientos comunistas quienes arrancaron las bases democráticas, para que luego las burguesías las apropiaran y adaptaran a sus propios intereses. Por lo tanto, tanto los derechos sociales como la democracia liberal son producto de luchas sociales socialistas y comunistas, que el capitalismo difumina al hacerlos parecer logros propios.

En definitiva, ninguna ideología está libre de abusos, ya que estos no solo dependen del sistema en sí, sino también de las acciones individuales de quienes lo aplican. Como seres humanos imperfectos, hemos estado sometidos durante siglos a la presión de la necesidad, pero es el poder económico el que se ha convertido en la mayor fuente de corrupción política y moral. Este poder, al ser el motor de la explotación y la desigualdad, es precisamente lo que el comunismo elimina de base. Por eso, la verdadera evaluación de una ideología debe centrarse en su capacidad para desmantelar esta fuente de corrupción. En este sentido, el comunismo se presenta como infinitamente más válido para el desarrollo humano y el cuidado del planeta, ya que promueve la cooperación, la equidad y la sostenibilidad, eliminando el poder económico que en otros sistemas perpetúa la explotación y la degradación social y ambiental.

Proletkult.

Suscríbete a nuestra Newsletter mensual.