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El absurdo de atacar la fe

En distintos espacios transformadores —ya sean anarquistas, comunistas o socialistas— aparece con frecuencia una actitud beligerante hacia la fe y las prácticas religiosas de sectores populares. Se confunde la crítica histórica a la religión como forma ideológica con el ataque directo a la vivencia espiritual de personas concretas. Y ese error, además de ser teóricamente improductivo, es tácticamente dañino y estratégicamente contraproducente.

Si asumimos un enfoque materialista —sea utilizado desde el marxismo, desde el anarquismo social o desde cualquier tradición emancipada de idealismos moralistas— sabemos que las creencias religiosas emergen de condiciones de vida objetivas, no de decisiones irracionales individuales. Por tanto, una ofensiva contra la fe del pueblo no transforma nada: solo fractura.

1. La religión como síntoma, no como enemigo personal

La perspectiva materialista enseña algo fundamental:
la religión no es un fallo moral, sino una respuesta histórica a relaciones sociales determinadas.

La fe popular aparece allí donde predominan la inseguridad vital, la explotación, la ausencia de control sobre la propia vida y la imposibilidad de construir un sentido colectivo sólido. Es un refugio, un lenguaje compartido, una comunidad posible.

Algo distinto ocurre con las religiones ancestrales, que nacen no como refugio sino como expresión simbólica de comunidades integradas en su territorio y en su forma de vida. Allí, lo religioso —al no partir de la separación entre materia y espíritu— no es compensación sino continuidad: una forma de organizar el mundo antes de que existiera la fractura social que convierte a la fe en consuelo.

Atacar la fe de quienes viven en estas condiciones no altera la causa que la genera; es disputar con la manifestación visible en lugar de intervenir sobre la estructura. Golpear al creyente es tan inútil como culpar al termómetro de la fiebre.

Hoy, parte de estos ataques se esconden tras lo artístico. Desde caricaturas y obras de teatro hasta literatura y cine, incurren en un ataque directo a la fe, usando la burla, la caricatura o la provocación deliberada para “despertar conciencias”. Desde la perspectiva materialista, estas prácticas no solo son ineficaces para transformar la realidad material que genera la fe, sino que pueden reforzar la identidad religiosa como mecanismo defensivo, provocando rechazo, hostilidad y fragmentación social. La ironía o la sátira, sin un trabajo previo sobre condiciones materiales y solidaridad social, terminan siendo gestos estériles que no acercan a nadie a la emancipación.

2. Consecuencias políticas para cualquier movimiento emancipador

Cuando un militante —sea cual sea su corriente política— convierte al creyente en adversario, suceden tres cosas:

  • Se refuerza el sentimiento religioso: la fe se vuelve trinchera identitaria frente al ataque.
  • Se rompen puentes de alianza entre sectores populares que podrían confluir en luchas materiales comunes.
  • Se alimenta la división que beneficia a las élites, que históricamente utilizan la religión como herramienta de separación horizontal.

En términos estratégicos, la beligerancia indiscriminada es un regalo para el orden dominante. No modifica conciencias y, además, imposibilita que las condiciones transformadas del futuro encuentren sujetos dispuestos a abrirse a nuevas formas de comprender el mundo.

3. Primero transformar la vida; después, las conciencias

La historia demuestra que la influencia real de las religiones populares se debilita solo cuando la vida mejora:
cuando hay estabilidad material, comunidad organizada, instituciones colectivas fuertes y capacidad de participación real.

En otras palabras:

  • cuando cambia la base, cambia la superestructura;
  • cuando hay dignidad material, cambian las formas de pensamiento.

Quien ataca la fe sin actuar sobre las condiciones materiales está condenado a la impotencia. Lucha contra lo aparente, nunca contra lo real.

4. La lección de Ho Chi Minh y el frente amplio popular

El caso de Vietnam es paradigmático. Ho Chi Minh nunca consideró la fe del pueblo como un obstáculo para la emancipación. En un territorio atravesado por tradiciones diversas —budistas, confucianas, taoístas, cristianas— su estrategia fue inequívoca:

  • respeto absoluto a la libertad de creencias;
  • incorporación activa de creyentes a la lucha nacional;
  • uso de los valores éticos comunes como puntos de convergencia.

No renunció a la crítica filosófica del idealismo; simplemente sabía que la revolución se construye junto al pueblo real, no contra sus expresiones culturales.

Su enfoque evitó enfrentamientos internos, bloqueó la instrumentalización colonial de la religión y consolidó un frente unido capaz de resistir el imperialismo.

5. La Teología de la Liberación: cuando la fe se vuelve aliada de la emancipación

América Latina añade otro capítulo imprescindible. La Teología de la Liberación demostró que la fe popular, en determinadas condiciones, puede convertirse en fuerza crítica y anticapitalista. Desde Gustavo Gutiérrez y Camilo Torres hasta Boff, Betto o Ellacuría, mostró que:

  • la fe puede leerse desde la experiencia del oprimido;
  • las comunidades eclesiales pueden ser núcleos de organización popular;
  • la moral cristiana puede enfrentar con radicalidad al capitalismo.

Nada de esto habría sido posible si los movimientos revolucionarios latinoamericanos hubieran optado por demonizar la religiosidad de las masas.

La Teología de la Liberación es la prueba histórica de que, cuando se respeta y se comprende la conciencia popular, esta puede transformarse desde dentro y ponerse al servicio de la emancipación.

6. Una estrategia para nuestro tiempo: unir, no aislar

La conclusión es clara y transversal:
atacar la fe del pueblo no fortalece ninguna causa emancipadora; debilita todas.

Da igual desde qué corriente política provenga el ataque:
el resultado es siempre fragmentación, cierre identitario y pérdida de potencial revolucionario.

Las tareas estratégicas del presente pasan por:

  • comprender la fe como fenómeno histórico, no como esencia;
  • identificar aliados entre sectores creyentes que comparten la lucha por la justicia;
  • evitar el elitismo que asocia conciencia radical con secularización forzada;
  • construir condiciones de vida que hagan posible superar ideologías sin necesidad de confrontarlas frontalmente.

El objetivo no es destruir creencias: es transformar la realidad que las produce.
A partir de ahí, cada persona podrá decidir sobre su espiritualidad con plena libertad.

En definitiva:
atacar la fe es atacar al pueblo; transformar la vida es transformar la conciencia.

Y ahí convergen la experiencia vietnamita, la Teología de la Liberación y la lógica materialista más rigurosa: la emancipación se construye con el pueblo concreto, no con una abstracción culturalmente purificada.

Proletkult.

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